martes, 22 de julio de 2025

LOS HOMBRES NO LLORAN

Las cosas que vivimos la infancia, la etapa más importante en la formación de nuestra personalidad y  valores, es capaz de provocar fijaciones tan firmes que pueden llevarnos a la locura y la desesperación, si no conseguimos ayuda a tiempo. Este es el caso de un muchacho uruguayo en el gran país del norte, culpable de un terrible crimen a causa de... ¿su incapacidad de llorar?


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Dyron llegó a su casa en un estado lamentable. Diana, su esposa, pensó en llamar a la emergencia, asustada por lo mal que se veía. Pálido, ojeroso, casi arrastrando su humanidad hasta la sala para dejarse caer vencido en el sillón. La corbata descorrida, el cuello del saco levantado y su maletín que parecía pesar toneladas, convertían al hombre en la viva imagen de la derrota. Cincuenta años parecían haberse abatido de golpe sobre su joven humanidad.

  —Los hombres no lloran —dijo en un susurro, antes de contradecirse y empezar a llorar de forma compulsiva. Diana nunca lo había visto tan mal.

Ser abogado asignado por el estado era una tarea bastante ingrata y nada bien remunerada. Sin embargo, era un escalón fundamental para un hijo de inmigrantes cubanos que nada tenían que ver con la aplicación de la ley. Su padre era panadero, su madre atendía un pequeño puesto de revistas en el centro. 

Dyron estaba orgulloso de sus orígenes y había estudiado leyes con la esperanza de ayudar a otros inmigrantes como sus progenitores a hacer valer sus derechos y obtener la ciudadanía.

Aún le quedaban algunos años más trabajando en la defensoría de oficio antes de poder establecerse por su cuenta. Primero debería hacerse un nombre como abogado, y los casos que atendía no eran precisamente los mejores para ir aumentando su prestigio.

A pesar de todo, era feliz ayudando a personas que no podían costearse una defensa legal y por lo general regresaba a su casa conforme, con la íntima satisfacción del deber cumplido.

    Le llevó un rato calmarse, y durante la cena apenas fue capaz de decir palabra, y casi no probó bocado alguno.

   —Está todo muy rico, querida —dijo tratando de sonreír—. Pero tengo el estómago cerrado. Lo siento.

    —¿Es por el caso del chico uruguayo? ¿Te lo dieron a ti, no?

   Asintió apesadumbrado.

—Yo lo pedí. Pero él se niega a ser defendido. Dice que merece morir. ¡Veinte años tiene!, ¡veinte años! No lo puedo entender.

 —¿Te dijo por qué mató a su padre? —inquirió Diana—. Vi en la tele la nota que le hicieron a sus  compañeros de la Universidad. Dicen que era la ternura personificada. Qué siempre estaba ayudando a los demás. ¿Y en la víspera de navidad mata a martillazos a su perro y a su padre? ¿Un brote sicótico quizás?

 —Ojalá. Si al menos se dejara hacer una evaluación sicológica, podría alegar demencia temporal. Por lo que pude averiguar su padre no era una buena persona. Tenía varias denuncias de los vecinos por peleas con su esposa. Incluso sospechan que la muerte de ella no fue tan accidental como logró probar su abogado. Pero él solamente dice que merece morir por lo que hizo. Y que los hombres no lloran.

»Además estoy seguro que su padre fue quién mató al perro. El forense  me confirmó que en el martillo hay huellas de los dos. Y el tipo estaba bañado en sangre del animal. 

»Me parte el alma no poder ayudarlo. Tienes que verlo. Esos ojos no mienten. Es un buen muchacho que ha sufrido mucho. Estoy seguro que explotó por algo, que lo de su perro fue la chispa que encendió la mecha de su locura. Necesito encontrar la forma de probarlo. Lo necesito.


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Diana sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Si su esposo estaba tan convencido de la inocencia del muchacho, alguna buena razón habría de tener. Dyron rara vez se equivocaba, y cuando la persona que le asignaban para defender era culpable, siempre encontraba la forma de sonsacarle una confesión. Ubicar a la familia del acusado no fue tarea fácil. Moviendo cielo y tierra consiguió dar con la abuela paterna y la hermana. La segunda estaba cumpliendo una condena en  Uruguay por un caso de estafa, y si bien su pena no implicaba prisión, tampoco le permitía abandonar el país. Sin embargo, nada le impidió tener una larga charla por internet, grabada previo permiso de María, la hermana de Jorge, el presunto homicida.

Fue una conferencia larga y esclarecedora. La lista de abusos y maltratos perpetrados por su padre a lo largo de sus vidas era casi interminable. Ella se casó apenas cumplió la mayoría de edad, solo para poder abandonar el hogar paterno. Apenas el resto de la familia emigró a Estados Unidos, se divorció de común acuerdo con el muchacho y se dedicó a distintas actividades no muy legales, hasta que la descubrieron y su corta carrera delictiva quedó truncada. 

  El caso de la abuela fue muy distinto. La charla fue por teléfono y no le permitió grabarla, aunque Diana igual lo hizo. No serviría a los efectos legales, pero si podía ayudar a Dyron con el caso, valía la pena aquella pequeña trampa.

 Casi se cae de espaldas al oír a la mujer hablar de “la basura esa que salió de mis entrañas”. Dijo que bien merecido tenía lo que su nieto hizo, que lo lamentaba por el muchacho porque ella sabía que era una buena persona y la culpa no lo dejaría vivir en paz. Que ese bicho se hubiera merecido una muerte más lenta y dolorosa por todo el mal que le había hecho a tanta gente. Que cuando su “hijo” emigró fue el día más feliz de su vida. Al saber que nunca más volvería a verlo no sintió pena. Tampoco alegría. Solo alivio.

Diana sintió que era hora de desempolvar su título de sicóloga forense para hacerle una visita a Jorge, si Dyron estaba de acuerdo en llevarla con él. Y el fiscal lo autorizaba.


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   No fue fácil conseguir el permiso y convencer a su esposo. Cuando Diana conoció personalmente a Jorge, comprobó lo que Dyron le había dicho. Ese muchacho no era capaz de matar una mosca aunque le impidiera conciliar el sueño zumbando en su oreja.

   Las primeras sesiones no dieron resultado. El muchacho contestaba a regañadientes y con monosílabos. Si no encontraba la llave para abrir su corazón, no habría forma de evitar que lo condenaran a muerte. 

   Que en pleno siglo veintiuno siguiera existiendo un apena tan arcaica y brutal le provocaba escalofríos. Si el crimen hubiera sido en otro estado…

De cualquier forma, la cadena perpetua no parecía una opción mejor que la muerte.

   En la cuarto sesión, algo quebró el silencio del muchacho. Debajo de la camisa, Diana llevó una remera con una foto de su mascota, fallecida en un accidente de transito. 

    Aún a sabiendas de que lo que planeaba era poco profesional, no lo dudó un segundo. Una vez a solas con Jorge, se quitó el blazer y la camisa, dejando su remera estampada a la vista.

    Los ojos de Jorge se llenaron de lágrimas. Se notaba que le costaba retenerlas.

  —Bobby murió el año pasado. Escapó en un descuido y un conductor lo atropelló. Por suerte para él, murió en el acto. Fue horrible —dijo ella, comenzando a llorar.

     El muchacho volteó para el otro lado.

    —Tiene suerte de ser mujer —dijo, sorprendiendo a Diana—. Al menos tiene el consuelo de llorar. Yo no puedo. Porque soy hombre. Y los hombres no lloran.

    —Esa es la estupidez más grande que he escuchado en mi vida. No es una cuestión de género. Es cuestión de sentir. Se puede llorar de tristeza, de alegría, de emoción. Llorar es tan importante como reír. Tan necesario como comer. O respirar.

—Usted no podría entenderlo. Nadie puede. Nadie. Váyase. Quiero estar solo.

    Diana estuvo a punto de hacerle caso. Pero sentía que algo se había roto dentro de Jorge. Era el momento de atacar a fondo.

 —Está bien —mintió—. Voy a irme. Pero antes quiero contarte una pequeña historia. La de un niño pequeño, digamos, un muchachito de seis o siete años, tratando de aprender a andar en bicicleta. Solo, mientras su padre fuma en la puerta y se ríe de sus torpes intentos. Se cae, se levanta, vuelve a caer, pero no se rinde. De pronto, cuando parece tener dominada la bicicleta, un perro se le cruza y lo hace caer. Le duele la rodilla raspada. Mucho. Pero más le duele ver como su padre toma a patadas al perro hasta que el pobre animal huye llorando. Se levanta, enojado sube de nuevo a la bicicleta y ahora sí, la caída es más dura. Le sangra la nariz, escupe un diente. Comienza a llorar. Su padre, el verdadero animal en esta historia, lo reprende por llorar, le dice mariquita, que si sigue llorando le va a comprar una pollerita y se burla de él llamándolo María lagrimita. Los hombres no lloran, repite una y otra vez el padre. Los hombres no lloran. El pequeño se seca las lágrimas. Entra a la casa. Se encierra en su cuarto. Su hermana se acerca a consolarlo y él la rechaza. En la sala, sus padres discuten por su causa y la bestia golpea a la madre una y otra vez. No es la primera vez que pasa. Ni será la última. Pero ese niño ya no vuelve a llorar. Nunca más.

         Jorge sigue de espaldas, pero su cuerpo se estremece. Algo dentro suyo está tratando de salir. Pero la trabazón emocional es demasiado fuerte.

    —¿Sabes quién era ese niño, verdad? —preguntó Diana.

  Él asintió con la cabeza. Pero no volteó.

    —¿Por qué mataste al perro? ¿Ladraba mucho?

   —Yo no lo hice.

Su voz era apenas un susurro. Diana simuló no escucharlo. Repitió la pregunta.

   —¡Yo no lo hice! —gritó furioso. Temblaba cuando volteó a mirar a Diana. Por fin sus mejillas comenzaban a humedecerse con las lágrimas tanto tiempo contenidas.

   —Él lo hizo, él lo hizo. Lo mató para hacerme llorar. Para demostrar que yo no era un hombre de verdad como él. Pero no lloré. Le saqué el martillo y lo golpeé. No sé cuántas veces, no lo sé. No quería matarlo, no quería…

   Ahora sí lloraba de verdad. De miedo, de rabia, de culpa, de dolor. Diana le ofreció su hombro y él se abrazó a ella con desesperación. Volvía a ser aquel pequeño con la nariz rota y un diente caído en la acera, con las rodillas raspadas y el corazón roto. El bloqueo había caído. El llanto llegaba al fin, con casi tres lustros de retraso. Y con él, su exculpación.

domingo, 13 de julio de 2025

¿Una moneda, jefe?

La consigna de este mes  de literautas ( https://www.literautas.com/ ) tenía solo tres condiciones. Dos palabras; moneda y trampa. Y un final opcional que no menciono para no arruinar el cuento.

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 —¿Una moneda, jefe? Vaya tranquilo que yo se lo vicho.

Otra vez Julio, el cuidacoches del super, pidiendo monedas apenas uno está tratando de estacionar.

     —Cuando salga te doy, si no me hacés la de siempre, que te vas antes que salga.

     —Pa, que mala onda, Don. El otro día me tuve que ir de apuro porque me llamaron de casa, me llamaron.

    —Dale, mentime nomás. Cuando salga, si estás acá, hay moneda. No caigo más en tu trampa.

Abrió la boca como para decir algo más, pero se frenó a tiempo. No sé si fue prudencia o el hecho de que otro auto salía y no se quería perder la propina.

    Si debo ser sincero, a veces sentía lástima por él. Había nacido en una casa muy pobre y sin embargo, hasta los ocho años nunca le había faltado nada. Iba a la escuela siempre impecable y bien alimentado. Lo sé porque fuimos compañeros de clase en la escuela pública de la zona. Su madre siempre se las arreglaba con el poco dinero que el padre del niño le dejaba, para darle siempre todo lo necesario al pequeño. Ella descuidó su propia salud, comiendo lo mínimo para que su hijo nunca fuera a la escuela sin antes llenar su panza con una comida nutritiva y abundante. Remendaba su ropa cómo podía para estirar su vida útil. Así podía mantener a Julio bien vestido y abrigado.

      La última vez que nos cruzamos con ella, mi madre mencionó algo sobre su extrema delgadez y su aspecto tan lastimoso. En voz baja, pensando que no la oíamos, ella y otras madres hablaban del borracho del marido, un hombre prepotente y malvado que le daba tremendas palizas a la pobre mujer. 

   Entre la debilidad por la mala vida y la violencia del hombre, solo una cosa podía pasar. Y pasó.

Un mes después de cumplir Julio los ocho años, la madre murió de manera violenta y el padre terminó preso. El pobre Julio cayó como peludo de regalo en la casa de la hermana de su padre, una mujer coqueta y superficial, cuya idea de cuidar a un niño era dejarlo hacer todo lo que quisiera.

  El resultado fue previsible. Mi pobre amigo a duras penas terminó las escuela, probó las drogas y el sexo a una edad demasiado temprana y terminó viviendo en la calle. Una pena.

  Pese a tener la misma edad, parecía veinte años mayor que yo. Y aunque el tango diga que veinte años no son nada, cuando son las dos terceras partes de tu vida es un montón. 

    Ahora no solo cuidaba autos en la entrada del super. También dormía bajo el toldo cuando este cerraba. Ni siquiera cuando el frío cortaba la sangre, aceptaba ir a un refugio estatal. Decía que su libertad era suya y que eso era lo único que de verdad le pertenecía. Creo que tenía razón.

      Quise darle trabajo en mi herrería como sereno nocturno, con un sueldo no muy alto, aparte de casa y comida. Ahí tendría un baño con ducha caliente, una cama decente e incluso un pequeño televisor para acompañar sus horas. Le compré ropa. Le di las llaves de la cocina del taller para que pudiera calentar los alimentos. Una semana duró.

   Con lágrimas en los ojos me dijo que eso no era para él. Qué doce horas en una jaula eran demasiada tortura para un alma libre como la suya. Me dio las gracias y se fue. 

     Seis meses después lo encontré otra vez en el super, dirigiendo el tránsito. «Es el precio de la libertad» me dijo cuando le pregunté que demonios estaba haciendo con su vida. Ni siquiera me reconoció.

      Mi esposa me reprochaba cada vez que le daba una propina, diciendo  que sólo contribuía con sus vicios. Que lo ayudaba a terminar con su vida más rápido.

   Nunca se lo dije, aunque creo que llevaba razón. Por eso prefería ir solo al supermercado, para no escuchar sus quejas. Al fin y al cabo, Julio y yo éramos casi amigos. De todos modos, el vínculo que se había formado al compartir banco en la escuela no era fácil de deshacer.

     —Tu amigo está cada día peor —mencionó la cajera mientras pasaba mi compra por el lector—.

En cualquier momento lo atropellan. Sin querer o queriendo. Ya se peleó con un par de clientes por la propina.

      —No es mi amigo —apunté—. Ni siquiera recuerda quién soy.

      —En sus escasos momentos de lucidez habla de su amigo el herrero. Todos sabemos que trataste de ayudarlo.

    —No sirvió de mucho —comenté resignado.

Al sacar la tarjeta para pagar la cuenta, noté que no tenía las llaves del auto. Recordé entonces, como en un flashback, oír el ruido de algo que caía junto a mi pie al bajar del mismo. 

Cuando salí Julio me estaba esperando en la puerta.

   —Oiga, Don, se le cayeron las llaves cuando bajó de auto. Pero su amigo Julio las levantó para que no las perdiera. Vio, usted a veces es medio botón pero yo se lo cuido igual.

  —Gracias, Julio. Dame las llaves así guardo la compra en el auto.

Julio me miró extrañado.

   —¿Y? —pregunté—. ¿Me das las llaves o te tengo que dar la propina primero?

   —Al final no era tan inteligente, Don. Si yo me iba para casa me las llevaba. Se las dejé en la puerta, se las dejé.

   « Ay, no» dije para mis adentros, segundos antes de ver como el ladrón se escapaba a toda velocidad con mi auto.


domingo, 6 de julio de 2025

UTILIZAR SOLO EN CASO DE INCENDIO

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Un contrato leonino, la ansiedad por el encierro, la falta de cigarrillos, y una aparentemente inútil caja de fósforos con una extraña inscripción, se combinan para crear esta delirante historia .


 Llevo días encerrado en la mansión de mi ocasional jefe, trabajando en la isla de edición pegada a la cocina auxiliar. Pretende comprimir 14 horas de película en un largometraje “normal”.

«Confío en tu criterio» dijo el muy maldito antes de partir rumbo al crucero en el que marcharía a recorrer el mundo con su joven amante. Dos meses apenas le había durado el luto por la extraña muerte de esposa, catalogada como "dudosa" por unos investigadores con pocas ganas de complicarse la vida investigando a un tipo tan influyente y correcto, que siempre colaboraba con la policía.

El muy hijo de puta me dejó trancado en su casa, alejada al menos un kilómetro del vecino más cercano. Sin teléfono ni internet «para evitar distracciones». Mi celular es un trasto inútil, incapaz de captar señal en este lugar perdido en el medio de la nada.

Por supuesto, el lugar es enorme, cómodo y seguro. A prueba de ladrones, pero también a prueba de fugas. Abastecido de comida y bebida para seis meses con un contrato de solo dos.

Aún así, siento que soy un esclavo. Eso me pasa por no leer la letra chica de los contratos. Todo estaba especificado ahí. Hasta la prohibición de fumar dentro de la casa. Hace días terminé mi ultima cajetilla y la abstinencia comienza a hacerse insoportable. Trato de no pensar en eso. La mente me lleva a nuestra charla previa a la firma.

—Está película tiene que dejar huella en la historia del cine. Es mi legado. Quiero mi nombre junto a todos los grandes del cine mundial. A mi edad ya no hay tiempo para más intentos. Por eso contrato al mejor editor —dijo lisonjero. Y yo me lo creí.

Llevo muchos años en el negocio y he ganado varios primeros premios. He trabajado con los mejores directores. Grandes de verdad. Y luego llega este viejo millonario y me dejo engatusar como un estúpido principiante. Todas sus películas anteriores habían sido un fracaso insalvable. Y esta última iba inexorablemente por el mismo camino.

Imposible hacer algo decente con el material grabado. Horas y horas de pura basura.

Al hacer una edición, lo normal es elegir que dejar de lado para lograr un metraje adecuado. Una tarea difícil. En este caso, imposible. El problema es que debería descartar todo el material.

Muero por un cigarrillo. Doy vuelta la casa (las partes a las que puedo acceder) buscando sin encontrar nada. Solo una caja de cerillas imposible de abrir, con una curiosa inscripción: “Utilizar solo en caso de incendio”. Una estúpida broma.

Escucho ruidos afuera. Salgo corriendo al patio a tiempo de escuchar un auto alejarse. Podría haber conseguido un cigarillo. No puedo ser tan bobo. Encerrado sin chance de salir y solo soy capaz de pensar en mi maldito vicio y no en pedir que llamen a la policía. Ese contrato no puede ser legal.

Hay un paquete en el cajoncito del portón. Un cartón de cigarrillos y una carta de mi jefe.

«Recuerda fumar afuera y no me des las gracias». Trata de evitar mi ansiedad, pero igual se lo agradezco.

Abro una cajetilla con manos temblorosas, me llevo el cigarrillo a la boca y maldigo. Mi encendedor está atascado. Todavía tengo recursos. La cocina tiene encendido electrónico. Tan fácil como prender una hornalla. Me inclino con el cigarrillo en la boca, tan apurado y torpe, que me quemo el labio y la causa de mi desesperación cae en medio las llamas. Me quemo los dedos al querer tomarlo. ¡En lugar de apagar esa hornalla enciendo otra! Grave error. Mi camisa toma fuego, la tiro sin mirar y cae sobre una pila de papeles en la mesada. No pego una. En lugar de sacar la camisa, volteo el botellón de güisqui, esparciendo alcohol por toda la pieza hacia la isla de edición. El maldito rellenó el botellón con algo más parecido al alcohol puro que a una bebida espirituosa. Arde en segundos.

El fuego está fuera de control. La alarma suena, pero los aspersores se niegan a expeler el agua. A esta altura, no creo que sirvieran de mucho.

Salgo al patio desesperado, rogando que el espacio sea suficiente para no intoxicarme con el humo.

De repente, todas las puertas se abren solas y consigo ganar la calle. A lo lejos se escuchan las sirenas de los bomberos. La alarma estaría conectada a la central, supongo, al igual que el desbloqueo de las puertas. Me alejo un centenar de metros para dejar los accesos libres. Me detengo un segundo para mirar la enorme voracidad de las llamas.

Lo pienso mejor y sigo caminando. ¿Para qué quedarme? Yo no soy bombero. Aún tengo los cigarrillos en el bolsillo trasero del pantalón. En cuanto me cruce con alguien pediré lumbre. Algo abulta en mi bolsillo delantero. La estúpida caja de cerillas con su irónica consigna.

Pero, ¿y sí…? ¿Por qué no? Con probar no se pierde nada.

domingo, 22 de junio de 2025

MI UNDERWOOD 71 Y EL ACEITE DE COCINA

     


    Me tocó hacer el ciclo básico del liceo en un época bastante oscura de la historia uruguaya, durante la última dictadura militar. Si debo ser sincero, odiaba ir al liceo. Y no es que no me gustara estudiar. Todo lo contrario. Los programas lectivos de esa época estimulaban poco el pensamiento crítico y la colaboración, convirtiendo el estudio en una memorización de fórmulas y fechas, lejos de todo razonamiento. Se trataba de "aprender" de memoria, sin cuestionar ni razonar. El uniforme, supuesta herramienta de igualdad, era todo lo contrario de eso. Camisa celeste, corbata roja, pantalón de vestir los varones y jumper las chicas, de color gris neutro y zapatos de vestir negro. Un inflexible portero controlaba el largo del pelo, que no podía tocar el cuello de la camisa en el caso de los varones, y que las polleras de las muchachas no quedasen por encima de las rodillas. 

Ese ambiente opresivo me aburrió y a duras penas llegué al final de esos tres años con buenas notas. Me anoté en la UTU para estudiar imprenta y serigrafía. Quería estar cerca de donde se imprimían los libros. Por diferentes razones el curso no se llevó adelante el primer año y al siguiente quedé sin lugar. Yo había empezado a trabajar con mi abuelo Miguel como aprendiz de hojalatero y un tiempo después pasé a lavar botellas en una fábrica de productos de limpieza, en el año de 1980.

Ahí empecé a ahorrar para mi primer gran objetivo: mi propia máquina de escribir. Ahorrando peso sobre peso, entregué quinientos pesos de aquella época en un comercio del barrio, y gracias a la relación amistosa de mi madre con los dueños del bazar, me la entregaron enseguida y fui pagando el saldo (unos seiscientos pesos) , en cómodas cuotas. Era una UNDERWOOD 71 portátil, de origen italiano, lo más moderno en aquellos años, en una hermosa valija de color azul. Objetivo cumplido.

Lo siguiente era aprender a usarla. Unas clases en Academias Pitman y luego los ejercicios pasados por una amiga de mi hermana, hasta lograr escribir sin mirar el teclado. Recuerdo que en la academia borraran las teclas, para agilizar el aprendizaje y evitar hacer trampa. Ahora podía empezar a pasar las muchas cosas que escribía en hojas sueltas y empezar mi camino en el mundo literario. Al menos eso sentía yo.

Quienes comienzan a escribir en esta época de procesadores de texto y autocorrectores, quizás no sean capaces de imaginar lo que era escribir en una máquina de escribir mecánica. Amaba el sonido de las teclas, pero cuando te salteabas una línea o palabra y no te dabas cuenta a tiempo, era casi una tragedia griega. La mayor parte de las veces no quedaba otra solución que empezar con la hoja desde cero otra vez. ¿Dudas ortográficas? El diccionario a mano, no le podías preguntar a google. Un buen manual de gramática cuando las dudas eran sobre sintaxis o conjugación. Pero era maravilloso sentirse escritor, sentado frente a la máquina y tecleando durante horas, hasta que te dolía la espalda.

Por supuesto, el mantenimiento era fundamental para garantizar el buen funcionamiento, y uno de los puntos más importantes era mantener la máquina lubricada. Una tarde que las teclas se quejaban por falta de lubricación, pregunté a un familiar y me indicó que le pusiera "un poquito de aceite tres en uno en ciertas partes, cuidando de no ensuciar otras. Como no encontré el tres en uno, le puse aceite de cocina. Al otro día era casi imposible usarla. Por suerte para mí, tenía un tío técnico en máquinas de oficina, que, cuando se le pasó el ataque de risa, me dijo que se la llevara para limpiarla y lubricarla con el aceite correcto, sin cobrarme un peso. La tuvo que desarmar casi toda, limpiarla y volver a montar todas sus partes. Quedó mejor que nueva. Incluso le cambió la cinta de tinta negra por una bicolor. 

Han pasado más de cuarenta años desde entonces, y si bien ya no la uso, la sigo teniendo conmigo. Pese a los momentos difíciles y las estrecheces económicas que nos tocó pasar con la familia, nunca tuve corazón para ponerla a la venta. El valor sentimental es demasiado grande. Demasiado.