Las cosas que vivimos la infancia, la etapa más importante en la formación de nuestra personalidad y valores, es capaz de provocar fijaciones tan firmes que pueden llevarnos a la locura y la desesperación, si no conseguimos ayuda a tiempo. Este es el caso de un muchacho uruguayo en el gran país del norte, culpable de un terrible crimen a causa de... ¿su incapacidad de llorar?
SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.
1
Dyron llegó a su casa en un estado lamentable. Diana, su esposa, pensó en llamar a la emergencia, asustada por lo mal que se veía. Pálido, ojeroso, casi arrastrando su humanidad hasta la sala para dejarse caer vencido en el sillón. La corbata descorrida, el cuello del saco levantado y su maletín que parecía pesar toneladas, convertían al hombre en la viva imagen de la derrota. Cincuenta años parecían haberse abatido de golpe sobre su joven humanidad.
—Los hombres no lloran —dijo en un susurro, antes de contradecirse y empezar a llorar de forma compulsiva. Diana nunca lo había visto tan mal.
Ser abogado asignado por el estado era una tarea bastante ingrata y nada bien remunerada. Sin embargo, era un escalón fundamental para un hijo de inmigrantes cubanos que nada tenían que ver con la aplicación de la ley. Su padre era panadero, su madre atendía un pequeño puesto de revistas en el centro.
Dyron estaba orgulloso de sus orígenes y había estudiado leyes con la esperanza de ayudar a otros inmigrantes como sus progenitores a hacer valer sus derechos y obtener la ciudadanía.
Aún le quedaban algunos años más trabajando en la defensoría de oficio antes de poder establecerse por su cuenta. Primero debería hacerse un nombre como abogado, y los casos que atendía no eran precisamente los mejores para ir aumentando su prestigio.
A pesar de todo, era feliz ayudando a personas que no podían costearse una defensa legal y por lo general regresaba a su casa conforme, con la íntima satisfacción del deber cumplido.
Le llevó un rato calmarse, y durante la cena apenas fue capaz de decir palabra, y casi no probó bocado alguno.
—Está todo muy rico, querida —dijo tratando de sonreír—. Pero tengo el estómago cerrado. Lo siento.
—¿Es por el caso del chico uruguayo? ¿Te lo dieron a ti, no?
Asintió apesadumbrado.
—Yo lo pedí. Pero él se niega a ser defendido. Dice que merece morir. ¡Veinte años tiene!, ¡veinte años! No lo puedo entender.
—¿Te dijo por qué mató a su padre? —inquirió Diana—. Vi en la tele la nota que le hicieron a sus compañeros de la Universidad. Dicen que era la ternura personificada. Qué siempre estaba ayudando a los demás. ¿Y en la víspera de navidad mata a martillazos a su perro y a su padre? ¿Un brote sicótico quizás?
—Ojalá. Si al menos se dejara hacer una evaluación sicológica, podría alegar demencia temporal. Por lo que pude averiguar su padre no era una buena persona. Tenía varias denuncias de los vecinos por peleas con su esposa. Incluso sospechan que la muerte de ella no fue tan accidental como logró probar su abogado. Pero él solamente dice que merece morir por lo que hizo. Y que los hombres no lloran.
»Además estoy seguro que su padre fue quién mató al perro. El forense me confirmó que en el martillo hay huellas de los dos. Y el tipo estaba bañado en sangre del animal.
»Me parte el alma no poder ayudarlo. Tienes que verlo. Esos ojos no mienten. Es un buen muchacho que ha sufrido mucho. Estoy seguro que explotó por algo, que lo de su perro fue la chispa que encendió la mecha de su locura. Necesito encontrar la forma de probarlo. Lo necesito.
2
Diana sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Si su esposo estaba tan convencido de la inocencia del muchacho, alguna buena razón habría de tener. Dyron rara vez se equivocaba, y cuando la persona que le asignaban para defender era culpable, siempre encontraba la forma de sonsacarle una confesión. Ubicar a la familia del acusado no fue tarea fácil. Moviendo cielo y tierra consiguió dar con la abuela paterna y la hermana. La segunda estaba cumpliendo una condena en Uruguay por un caso de estafa, y si bien su pena no implicaba prisión, tampoco le permitía abandonar el país. Sin embargo, nada le impidió tener una larga charla por internet, grabada previo permiso de María, la hermana de Jorge, el presunto homicida.
Fue una conferencia larga y esclarecedora. La lista de abusos y maltratos perpetrados por su padre a lo largo de sus vidas era casi interminable. Ella se casó apenas cumplió la mayoría de edad, solo para poder abandonar el hogar paterno. Apenas el resto de la familia emigró a Estados Unidos, se divorció de común acuerdo con el muchacho y se dedicó a distintas actividades no muy legales, hasta que la descubrieron y su corta carrera delictiva quedó truncada.
El caso de la abuela fue muy distinto. La charla fue por teléfono y no le permitió grabarla, aunque Diana igual lo hizo. No serviría a los efectos legales, pero si podía ayudar a Dyron con el caso, valía la pena aquella pequeña trampa.
Casi se cae de espaldas al oír a la mujer hablar de “la basura esa que salió de mis entrañas”. Dijo que bien merecido tenía lo que su nieto hizo, que lo lamentaba por el muchacho porque ella sabía que era una buena persona y la culpa no lo dejaría vivir en paz. Que ese bicho se hubiera merecido una muerte más lenta y dolorosa por todo el mal que le había hecho a tanta gente. Que cuando su “hijo” emigró fue el día más feliz de su vida. Al saber que nunca más volvería a verlo no sintió pena. Tampoco alegría. Solo alivio.
Diana sintió que era hora de desempolvar su título de sicóloga forense para hacerle una visita a Jorge, si Dyron estaba de acuerdo en llevarla con él. Y el fiscal lo autorizaba.
3
No fue fácil conseguir el permiso y convencer a su esposo. Cuando Diana conoció personalmente a Jorge, comprobó lo que Dyron le había dicho. Ese muchacho no era capaz de matar una mosca aunque le impidiera conciliar el sueño zumbando en su oreja.
Las primeras sesiones no dieron resultado. El muchacho contestaba a regañadientes y con monosílabos. Si no encontraba la llave para abrir su corazón, no habría forma de evitar que lo condenaran a muerte.
Que en pleno siglo veintiuno siguiera existiendo un apena tan arcaica y brutal le provocaba escalofríos. Si el crimen hubiera sido en otro estado…
De cualquier forma, la cadena perpetua no parecía una opción mejor que la muerte.
En la cuarto sesión, algo quebró el silencio del muchacho. Debajo de la camisa, Diana llevó una remera con una foto de su mascota, fallecida en un accidente de transito.
Aún a sabiendas de que lo que planeaba era poco profesional, no lo dudó un segundo. Una vez a solas con Jorge, se quitó el blazer y la camisa, dejando su remera estampada a la vista.
Los ojos de Jorge se llenaron de lágrimas. Se notaba que le costaba retenerlas.
—Bobby murió el año pasado. Escapó en un descuido y un conductor lo atropelló. Por suerte para él, murió en el acto. Fue horrible —dijo ella, comenzando a llorar.
El muchacho volteó para el otro lado.
—Tiene suerte de ser mujer —dijo, sorprendiendo a Diana—. Al menos tiene el consuelo de llorar. Yo no puedo. Porque soy hombre. Y los hombres no lloran.
—Esa es la estupidez más grande que he escuchado en mi vida. No es una cuestión de género. Es cuestión de sentir. Se puede llorar de tristeza, de alegría, de emoción. Llorar es tan importante como reír. Tan necesario como comer. O respirar.
—Usted no podría entenderlo. Nadie puede. Nadie. Váyase. Quiero estar solo.
Diana estuvo a punto de hacerle caso. Pero sentía que algo se había roto dentro de Jorge. Era el momento de atacar a fondo.
—Está bien —mintió—. Voy a irme. Pero antes quiero contarte una pequeña historia. La de un niño pequeño, digamos, un muchachito de seis o siete años, tratando de aprender a andar en bicicleta. Solo, mientras su padre fuma en la puerta y se ríe de sus torpes intentos. Se cae, se levanta, vuelve a caer, pero no se rinde. De pronto, cuando parece tener dominada la bicicleta, un perro se le cruza y lo hace caer. Le duele la rodilla raspada. Mucho. Pero más le duele ver como su padre toma a patadas al perro hasta que el pobre animal huye llorando. Se levanta, enojado sube de nuevo a la bicicleta y ahora sí, la caída es más dura. Le sangra la nariz, escupe un diente. Comienza a llorar. Su padre, el verdadero animal en esta historia, lo reprende por llorar, le dice mariquita, que si sigue llorando le va a comprar una pollerita y se burla de él llamándolo María lagrimita. Los hombres no lloran, repite una y otra vez el padre. Los hombres no lloran. El pequeño se seca las lágrimas. Entra a la casa. Se encierra en su cuarto. Su hermana se acerca a consolarlo y él la rechaza. En la sala, sus padres discuten por su causa y la bestia golpea a la madre una y otra vez. No es la primera vez que pasa. Ni será la última. Pero ese niño ya no vuelve a llorar. Nunca más.
Jorge sigue de espaldas, pero su cuerpo se estremece. Algo dentro suyo está tratando de salir. Pero la trabazón emocional es demasiado fuerte.
—¿Sabes quién era ese niño, verdad? —preguntó Diana.
Él asintió con la cabeza. Pero no volteó.
—¿Por qué mataste al perro? ¿Ladraba mucho?
—Yo no lo hice.
Su voz era apenas un susurro. Diana simuló no escucharlo. Repitió la pregunta.
—¡Yo no lo hice! —gritó furioso. Temblaba cuando volteó a mirar a Diana. Por fin sus mejillas comenzaban a humedecerse con las lágrimas tanto tiempo contenidas.
—Él lo hizo, él lo hizo. Lo mató para hacerme llorar. Para demostrar que yo no era un hombre de verdad como él. Pero no lloré. Le saqué el martillo y lo golpeé. No sé cuántas veces, no lo sé. No quería matarlo, no quería…
Ahora sí lloraba de verdad. De miedo, de rabia, de culpa, de dolor. Diana le ofreció su hombro y él se abrazó a ella con desesperación. Volvía a ser aquel pequeño con la nariz rota y un diente caído en la acera, con las rodillas raspadas y el corazón roto. El bloqueo había caído. El llanto llegaba al fin, con casi tres lustros de retraso. Y con él, su exculpación.