sábado, 13 de septiembre de 2025

LOS PERROS Y LA ESCRITURA

      No recuerdo exactamente que edad tenía. Nueve o quizás diez años, cuando una pesadilla recurrente transformó mis noches en una tortura.

   Desde la cabecera de mi cama, como si fuera la imagen de una película, comenzaban a salir perros en abanico para atacarme. De variadas razas y colores, ladrando con furia y babeando, me obligaban a correr con desesperación hasta saltar a los brazos de mi madre como si fuera un bebé.

   Apenas conseguía alcanzarla, la jauría desaparecía y yo despertaba, asustado y sudoroso. 

   A consecuencia de ese sueño casi diario, desarrollé un terror tan grande a los perros que si veía uno por mi vereda, cruzaba la calle sin mirar, corriendo desesperado, muerto de miedo. Por suerte en el barrio donde yo vivía y por aquellos años el tránsito era muy escaso.

  Mi madre, al notar este riesgoso comportamiento, consultó al médico que me derivo al sicólogo.

  Poco recuerdo de aquellas sesiones, salvo algo que me marcó bastante y puede haber sido, tal vez, un impulso hacia mi pasión de contar historias mediante la palabra escrita.

 Si bien en la escuela ya nos ponían redacciones, eran casi siempre para contar cosas reales. Qué hiciste en las vacaciones, qué vas a hacer cuando seas grande, cómo es tu calle, etc. Al menos, esas son las pocas que consigo recordar.

  El sicólogo, sin embargo, me mostraba distintas ilustraciones y me invitaba a escribir historias sobre lo que veía en las mismas. Ese niño que fui, miraba las láminas un rato y luego empezaba a escribir el antes, el durante y el después de lo que observaba. Redacciones largas, impropias de un niño de esa edad, que sorprendieron al facultativo (aparte de darle bastante para leer).

  La conclusión fue simple: es un niño normal, inteligente y muy imaginativo. 

  Pero eso no explicaba el origen del miedo, hasta que mi madre recordó un incidente acaecido cuando yo tenía cuatro años: llegando a un cumpleaños, el perro de la casa saltó a saludarme y me tiró al piso.

  Era evidente que ese recuerdo reprimido, podía ser la causa de mi pesadilla casi diaria. 

  Lo que necesitábamos entonces, era encontrar la solución al problema.

  No hubo terapia ni más visitas al doctor. Solamente un consejo del sicólogo: consigan un cachorro y que el niño se encargue de cuidarlo. Funcionó a medias. Mi vínculo con Rabito fue bastante lejano y no volví a tener un perro hasta ser adulto, muy adulto. El miedo se fue atenuando con los años sin irse nunca totalmente. Como ciclista he sufrido unos cuántos embates por parte de los cánidos. Y eso no ayuda. Lo que sí desapareció fue esa pesadilla. Ya no más perros saliendo de la cabecera de mi cama. Ya no más cruzar de acera a lo loco.

   Pero la costumbre, la alegría y la pasión de contar historias por medio de la palabra escrita, se convirtieron en parte inseparable de mí. Para siempre.

viernes, 5 de septiembre de 2025

VENTANAS

 Más de una vez he mencionado la publicación en fascículos "Taller de escritura Salvat" , como parte de mi proceso de formación literaria. Del primero de los 60 ejemplares, tome como ejemplo el primer ejercicio y creé este relato. Su enunciado proponía escribir un texto que comenzara con la siguiente frase: "Hay ventanas para mirar hacia afuera y las hay también para mirar hacia adentro".

El texto a continuación no tiene nada que ver con el de aquella época (1996), pero cumple con la consigna. El que escribí entonces se perdió en alguna mudanza. Espero que lo disfruten. Y que cada quién pueda interpretarlo a su manera.

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                                        VENTANAS

Hay ventanas para mirar hacia afuera y las hay también para mirar hacia adentro. 

Las primeras todos las conocemos. Están por todas partes. En las casas, los trenes, los buses, las oficinas, los departamentos, las fábricas. Incluso en las celdas.

Claro que la mayoría de éstas son de doble función. Mayormente para mirar afuera, a veces para husmear adentro.

Las otras, las de solo mirar para adentro, están en cada uno de nosotros. Son las ventanas que apuntan de forma unilateral a eso que algunos llaman alma, otros cuerpo astral, y los menos místicos, su yo interior. Esas que nos permiten vernos por dentro, solo a nosotros mismos. Esas que nos muestran cosas que muchas veces nos dan miedo, o nos sorprenden, o nos confirman de que estamos hechos.

  Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Yo digo que no. Pueden ser muy expresivos, pero solo vemos lo que ellos nos quieren mostrar. No las locuras, ni las vergüenzas, ni los temores más profundos o los secretos mejor guardados. No las ilusiones, ni los sueños, ni cualquier inconfesable fantasía. 

  Sería sencillo mirarse al espejo y tratar de leer a través de esos mismos ojos que nos devuelven su reflejo. Pero no funciona.

  Para ver de verdad ese algo que está dentro, tenemos que encontrar la forma de conectar con ese yo interior, que creemos, o mejor dicho, tememos conocer.

  En esa búsqueda me encontraba cuando conocí a Alicia. 

  Había recorrido distintas iglesias, cultos, místicos, charlatanes de todo tipo, cuando acerté a caer en el centro gnóstico, sin tener idea de donde me metía.

  Ella llegó cuando la charla llevaba ya media hora y se sentó a mi lado. Hubiera querido pensar que lo hacía porque se había sentido atraída por mí, pero debo ser sincero: ocupó el único asiento libre que quedaba en la sala. Eso me distrajo bastante de la charla.

  Alicia parecía ser un par de años menor que yo. Demasiado atractiva para estar sola, y sin embargo, llevaba dos años sin estar en pareja ni salir con persona alguna. Todo eso lo supe más adelante.

  Seguí yendo al centro semana tras semana, solo para verla a ella. No me quedaron muchas cosas de las charlas, pese a que al comienzo (antes de que ella llegara), había estado muy interesado.

  Alicia no me hizo las cosas sencillas. Recién a los dos meses de encuentros semanales, conseguí que aceptara acompañarme a tomar un café luego de la charla. Tres semanas más, antes de aceptar mi insistente invitación al cine (y eso que siempre le dejaba elegir la película). Casi seis meses para poder robarle el primer beso. Un año más de salidas, charlas interminables y franeleos varios, hasta que por fin pude llevarla a un hotel a pasar la noche. Una noche que prometía ser inolvidable.

  Y lo fue. Solo que quisiera poder borrarla de mi cabeza. No por el sexo, que fue una experiencia sublime, maravillosa, intensa como pocas. Una conexión física y espiritual que nunca antes había sentido. No, no por eso.

   Lo malo fue despertar solo en la cama, sin rastro de ella. Sin su olor en las sábanas. Sin su huella en mi piel. Sin restos de su perfume en el aire, sin el carmín de sus labios manchando las sábanas. La cama tendida como si hubiera dormido solo y quieto toda la noche. Nada de nada. No me dejó siquiera una nota de despedida.

   La gente del hotel me miró como a un loco. Nadie recordaba haberla visto entrar ni salir. No aparecía en las cámaras de seguridad del hotel. Mi auto estaba en el estacionamiento, sin rastros de las cenizas de los horribles cigarrillos que ella dejaba caer con descuido fuera del cenicero. No podía ser verdad. Volví a casa manejando como un autómata.

  Recién en mi domicilio se me ocurrió que pudiera ser una ladrona. Pero el dinero en mi billetera estaba completo. Igual mis muchas tarjetas. No faltaba nada.

  La llamé cientos de veces, esos días y los siguientes. Sin respuesta. Fui a la compañía de teléfonos, y para mi sorpresa, ese número, su número, estaba libre desde hacía años. No podía ser. Quise mostrarle al dependiente el registro de llamadas con ella. Sin embargo, ese número no aparecía en el historial de mi aparato. Luego de una pequeña discusión y una abultada propina, el muchacho aceptó imprimir mi registro de llamadas del último mes. El número de Alicia no aparecía.

   Aquello carecía de sentido. No podía haber alucinado un año entero de relación más seis meses de noviazgo. 

   Volví a la gnosis —a la que había dejado de asistir tras empezar a salir con Alicia —tratando de encontrar una explicación. Una, dos, tres, veinte veces. Nada de nada. Nadie parecía haberla conocido.

  Al menos, en esos días conseguí prestar atención y empecé a tomar verdadero interés por el tema, y cuando por fin sentí que iba a poder empezar a abrir esa ventana interior, ella apareció  sin dar explicaciones y con su mejor sonrisa, se sentó a mi lado.

   Mi abogado consiguió alegar locura, me declararon inimputable y terminé con mi maltratado cuerpo en un manicomio.

   Alicia, pese a que casi la mato, vino a visitarme tiempo después para decirme que me perdonaba por mi agresión, aunque no entendía por qué un completo desconocido trató de matarla solo por sentarse a su lado y decirle hola. Que si no fuera por los que me dieron aquella paliza memorable en su defensa, ella no estaría allí para exculparme. Y que su nombre era Sandra, no Alicia. Mentirosa.

  No me quejo. Ahora Alicia me visita cada dos meses y me trae libros que me permiten estudiar y buscar una explicación a mi inexplicable locura.

  A lo mejor, cuando salga de aquí, en diez o quince años, ella acepte volver a salir conmigo.

viernes, 22 de agosto de 2025

VASOS VACÍOS

La consigna veraniega (viene desde España) pedía un relato con dos vasos vacíos que antes estaban llenos. El desafío opcional, era iniciar el mismo con una persona adentro de un ropero. Como siempre, tomado de la web de Literautas (https://www.literautas.com/). Aun no tiene título definitivo.

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 Hace mucho calor adentro del ropero. Roberto no entiende qué diablos hace encerrado ahí. Sólo estaban tomando un refresco con Laura, su amiga desde los primeros días de la escuela. Entre la transpiración que resbala por su frente y la humedad de su escondite, cada vez le cuesta más evitar estornudar.

  En el comedor, Javier le recrimina a su esposa la presencia de dos vasos vacíos, sucios de refresco, sobre la mesa ratona.

  —No seas paranoico, mi amor. Estaba mirando una serie y me olvidé que ya tenía un vaso cuando fui a buscar más refresco a la cocina. Sabés que soy muy distraída.

  —Y yo soy estúpido, ¿no? ¿Te pensás que me chupo el dedo? ¿Dónde lo metiste? 

  —¿Dónde metí a quién?

  —No te hagas la boluda. Sabés bien de que te hablo. ¿Quién es? ¿Julio, el morocho alto que trabaja contigo? 

  Laura es incapaz de aguantar la risa, aun a riesgo de enfurecer más al marido.

 —Aparte de desconfiado, olvidadizo —dice mientras se toma la cabeza—. Javi, ¿vos no te acordás que fuimos a su casamiento?

 Javier se pasea de un lado a otro con los puños apretados. Su memoria es bastante pobre y no entiende lo que dice su esposa.

 —Vos también sos casada —vomita con bronca.

 —Con un hombre. Igual que él.


En el cuarto, Roberto sale del ropero con la nariz cada vez más irritada y la camisa empapada. Se acerca a la ventana, con la idea de escapar por ahí. La situación es ridícula. La reja es demasiado apretada y ni siquiera su cuerpo pequeño y desgarbado puede salir por ese lugar. Sabe de sobra lo celoso que es Javier, que debería estar trabajando a esa hora. Laura le había pedido ayuda días antes para prepararle un cumpleaños sorpresa a su marido. Por eso se habían juntado. Y ahora está encerrado en esa habitación pequeña y mal ventilada, escuchando como la discusión escala. No puede quedarse de brazos cruzados. Sabe que le puede romper el corazón a su amiga. Es algo que tarde o temprano iba a tener que hacer.


  Javier recién acepta la homosexualidad de Julio cuando Laura le muestra su perfil de facebook.

  —Parece tan hombre cuando lo ves —se justifica.

  —Y vos no pareces tan cavernícola y sin embargo lo sos. ¿O te crees que para ser gay tiene que ser afeminado? Mirá que sos gil.

  Javier siente el golpe, pero no se calma. Toma uno de los vasos y lo arroja contra la pared.

  Laura lo mira, incrédula.

  —Te desconozco, mi amor. Y me estás dando miedo.

  —¡Dejá de mentir, Laura! Yo sé que entró otro hombre a esta casa. ¡A mí no me vas a cagar! La vecina lo vio y …

  El teléfono sonando lo interrumpe.

  —Te salvó el gong. Me llama tu amigo, el tarado de Roberto. A ver que quiere este imbécil.


El ruido del vaso al romperse y los gritos destemplados de Javier asustan a Roberto. Pero no es un cobarde. No va a dejar que ese bruto lastime a su querida amiga. Piensa rápido. Algunos vecinos y transeúntes se acercan a la ventana, atraídos por el griterío. Toma su celular y llama a Roberto. Escucha clarito como el otro lo insulta, pero no pierde tiempo en enojarse.


  —Roberto, querido, ¡qué placer escuchar tu voz! —dice Javier antes de que el otro hable.

  —Javi, este imbécil tiene algo importante que decirte. Tengo fotos tuyas con la vecina. Con la chusma venenosa esa. Y no están precisamente charlando. ¡Achís!

  Javier se queda mudo, congelado. Está seguro que nadie lo vio siendo infiel. Encontrar a Laura con otro hombre era la excusa perfecta para pedirle el divorcio y quedarse con la casa. Eso marcaba el acuerdo prenupcial.

  —¿Seguís ahí, vivo? —pregunta Roberto— Mirá la tele. A ver qué te parece.

  —Salí del dormitorio, cagón, te voy a cagar a palos.

Roberto se ríe. Con la puerta del dormitorio cerrada por dentro, manda las fotos directo al televisor de la sala. Javier está perdido. Se limpia la nariz con un buzo del infiel.

  —Mirá la tele, que lindo qué salís encamado con tu vecinita. Vivo. Ni se te ocurra levantarle la mano a Laura. Hay mucha gente mirando por la ventana. Algo bueno tiene vivir rodeado de tanta gente chusma.

Javier ya no escucha el teléfono, incrédulo. Se deja caer en el sillón. Sabe que está perdido.

  —Laura… yo… —más que hablar, balbucea.

  El cachetazo resuena en la habitación, justo en el momento en que un triunfal Roberto sale del cuarto.

  —No sabía cómo decirte esto sin lastimarte y que me creyeras, aún viendo las fotos. Lo siento mucho, amiga.

Laura lo abraza en silencio mientras llora. No esperaba esto. Roberto voltea la cabeza para ver la cara del cazador cazado.

  —Si querés te ayudo a hacer la valija —le dice sonriente—. Para irte con tu querida vecina, digo. Porque en el fondo, este imbécil alguna vez fue tu amigo, ¿no?

  

martes, 19 de agosto de 2025

LA VENTAJA DE NO VIVIR DE LA ESCRITURA

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  Esto puede parecer una locura. Pero no lo es. Más de una vez pensé que me hubiera gustado vivir de la escritura y no tener que aprender otro oficio y trabajar en cosas tan variadas como en un comercio tipo almacén, instalando televisión por cable, reparando computadoras, haciendo trabajos manuales de diverso tipo hasta tener la oportunidad de vivir de mi oficio de electricista. 
  En varios momentos de mi vida, sentí una enorme frustración. Demasiadas veces me preguntaba para qué seguía escribiendo. Para qué seguía estudiando el oficio de escritor  de forma más que nada autodidacta, sin tiempo ni dinero para concurrir a un taller . Comprando durante sesenta semanas los fascículos del taller de escritura Salvat y realizando los ejercicios que nadie iba a corregir.
Sin embargo, era algo que no podía dejar de hacer. No era una elección. Era, es y seguirá siendo, una necesidad vital. Como comer. Como respirar. Una pasión. Ese algo que tenés qué hacer. No importa si nadie lo lee. O quizás sí.
Por supuesto que todo escritor aspira a ser leído. Mentiría si dijera que no me provoca felicidad y una íntima satisfacción cuando un lector me cuenta lo que sintió al leer alguno de mis relatos. Los recuerdos que le despertó, las emociones que afloraron mientras recorría las páginas nacidas de mi trabajo. Saber que alguien disfrutó, se distrajo, o acaso sintió una conexión con alguna de mis historias, es algo que me llena de alegría. Esa sensación de que tanto esfuerzo al final valió la pena.
De nuevo me pasa. Me desvío del cometido de esta entrada.
 Descubrí esto hace muchos años, cuando el gran cantautor Gastón Ciarlo (Dino), mencionó que el no vivir de la música le permitía cantar lo que él quisiera y cuando deseara hacerlo. Sin la presión de necesitar ganar dinero con la música para subsistir. Y ahí radica la ventaja. 
Escribir lo que quiero, lo que siento. No preocuparme qué tan comercial pueda ser. Lejos de las modas que van y vienen. Apartado de las tendencias que marcan los fenómenos de venta. Sin la necesidad de que la escritura sea mi medio de vida, tengo la libertad que cualquier actividad artística necesita para ser auténtica.