domingo, 13 de julio de 2025

¿Una moneda, jefe?

La consigna de este mes  de literautas ( https://www.literautas.com/ ) tenía solo tres condiciones. Dos palabras; moneda y trampa. Y un final opcional que no menciono para no arruinar el cuento.

SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.


 —¿Una moneda, jefe? Vaya tranquilo que yo se lo vicho.

Otra vez Julio, el cuidacoches del super, pidiendo monedas apenas uno está tratando de estacionar.

     —Cuando salga te doy, si no me hacés la de siempre, que te vas antes que salga.

     —Pa, que mala onda, Don. El otro día me tuve que ir de apuro porque me llamaron de casa, me llamaron.

    —Dale, mentime nomás. Cuando salga, si estás acá, hay moneda. No caigo más en tu trampa.

Abrió la boca como para decir algo más, pero se frenó a tiempo. No sé si fue prudencia o el hecho de que otro auto salía y no se quería perder la propina.

    Si debo ser sincero, a veces sentía lástima por él. Había nacido en una casa muy pobre y sin embargo, hasta los ocho años nunca le había faltado nada. Iba a la escuela siempre impecable y bien alimentado. Lo sé porque fuimos compañeros de clase en la escuela pública de la zona. Su madre siempre se las arreglaba con el poco dinero que el padre del niño le dejaba, para darle siempre todo lo necesario al pequeño. Ella descuidó su propia salud, comiendo lo mínimo para que su hijo nunca fuera a la escuela sin antes llenar su panza con una comida nutritiva y abundante. Remendaba su ropa cómo podía para estirar su vida útil. Así podía mantener a Julio bien vestido y abrigado.

      La última vez que nos cruzamos con ella, mi madre mencionó algo sobre su extrema delgadez y su aspecto tan lastimoso. En voz baja, pensando que no la oíamos, ella y otras madres hablaban del borracho del marido, un hombre prepotente y malvado que le daba tremendas palizas a la pobre mujer. 

   Entre la debilidad por la mala vida y la violencia del hombre, solo una cosa podía pasar. Y pasó.

Un mes después de cumplir Julio los ocho años, la madre murió de manera violenta y el padre terminó preso. El pobre Julio cayó como peludo de regalo en la casa de la hermana de su padre, una mujer coqueta y superficial, cuya idea de cuidar a un niño era dejarlo hacer todo lo que quisiera.

  El resultado fue previsible. Mi pobre amigo a duras penas terminó las escuela, probó las drogas y el sexo a una edad demasiado temprana y terminó viviendo en la calle. Una pena.

  Pese a tener la misma edad, parecía veinte años mayor que yo. Y aunque el tango diga que veinte años no son nada, cuando son las dos terceras partes de tu vida es un montón. 

    Ahora no solo cuidaba autos en la entrada del super. También dormía bajo el toldo cuando este cerraba. Ni siquiera cuando el frío cortaba la sangre, aceptaba ir a un refugio estatal. Decía que su libertad era suya y que eso era lo único que de verdad le pertenecía. Creo que tenía razón.

      Quise darle trabajo en mi herrería como sereno nocturno, con un sueldo no muy alto, aparte de casa y comida. Ahí tendría un baño con ducha caliente, una cama decente e incluso un pequeño televisor para acompañar sus horas. Le compré ropa. Le di las llaves de la cocina del taller para que pudiera calentar los alimentos. Una semana duró.

   Con lágrimas en los ojos me dijo que eso no era para él. Qué doce horas en una jaula eran demasiada tortura para un alma libre como la suya. Me dio las gracias y se fue. 

     Seis meses después lo encontré otra vez en el super, dirigiendo el tránsito. «Es el precio de la libertad» me dijo cuando le pregunté que demonios estaba haciendo con su vida. Ni siquiera me reconoció.

      Mi esposa me reprochaba cada vez que le daba una propina, diciendo  que sólo contribuía con sus vicios. Que lo ayudaba a terminar con su vida más rápido.

   Nunca se lo dije, aunque creo que llevaba razón. Por eso prefería ir solo al supermercado, para no escuchar sus quejas. Al fin y al cabo, Julio y yo éramos casi amigos. De todos modos, el vínculo que se había formado al compartir banco en la escuela no era fácil de deshacer.

     —Tu amigo está cada día peor —mencionó la cajera mientras pasaba mi compra por el lector—.

En cualquier momento lo atropellan. Sin querer o queriendo. Ya se peleó con un par de clientes por la propina.

      —No es mi amigo —apunté—. Ni siquiera recuerda quién soy.

      —En sus escasos momentos de lucidez habla de su amigo el herrero. Todos sabemos que trataste de ayudarlo.

    —No sirvió de mucho —comenté resignado.

Al sacar la tarjeta para pagar la cuenta, noté que no tenía las llaves del auto. Recordé entonces, como en un flashback, oír el ruido de algo que caía junto a mi pie al bajar del mismo. 

Cuando salí Julio me estaba esperando en la puerta.

   —Oiga, Don, se le cayeron las llaves cuando bajó de auto. Pero su amigo Julio las levantó para que no las perdiera. Vio, usted a veces es medio botón pero yo se lo cuido igual.

  —Gracias, Julio. Dame las llaves así guardo la compra en el auto.

Julio me miró extrañado.

   —¿Y? —pregunté—. ¿Me das las llaves o te tengo que dar la propina primero?

   —Al final no era tan inteligente, Don. Si yo me iba para casa me las llevaba. Se las dejé en la puerta, se las dejé.

   « Ay, no» dije para mis adentros, segundos antes de ver como el ladrón se escapaba a toda velocidad con mi auto.


domingo, 6 de julio de 2025

UTILIZAR SOLO EN CASO DE INCENDIO

  SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.

Un contrato leonino, la ansiedad por el encierro, la falta de cigarrillos, y una aparentemente inútil caja de fósforos con una extraña inscripción, se combinan para crear esta delirante historia .


 Llevo días encerrado en la mansión de mi ocasional jefe, trabajando en la isla de edición pegada a la cocina auxiliar. Pretende comprimir 14 horas de película en un largometraje “normal”.

«Confío en tu criterio» dijo el muy maldito antes de partir rumbo al crucero en el que marcharía a recorrer el mundo con su joven amante. Dos meses apenas le había durado el luto por la extraña muerte de esposa, catalogada como "dudosa" por unos investigadores con pocas ganas de complicarse la vida investigando a un tipo tan influyente y correcto, que siempre colaboraba con la policía.

El muy hijo de puta me dejó trancado en su casa, alejada al menos un kilómetro del vecino más cercano. Sin teléfono ni internet «para evitar distracciones». Mi celular es un trasto inútil, incapaz de captar señal en este lugar perdido en el medio de la nada.

Por supuesto, el lugar es enorme, cómodo y seguro. A prueba de ladrones, pero también a prueba de fugas. Abastecido de comida y bebida para seis meses con un contrato de solo dos.

Aún así, siento que soy un esclavo. Eso me pasa por no leer la letra chica de los contratos. Todo estaba especificado ahí. Hasta la prohibición de fumar dentro de la casa. Hace días terminé mi ultima cajetilla y la abstinencia comienza a hacerse insoportable. Trato de no pensar en eso. La mente me lleva a nuestra charla previa a la firma.

—Está película tiene que dejar huella en la historia del cine. Es mi legado. Quiero mi nombre junto a todos los grandes del cine mundial. A mi edad ya no hay tiempo para más intentos. Por eso contrato al mejor editor —dijo lisonjero. Y yo me lo creí.

Llevo muchos años en el negocio y he ganado varios primeros premios. He trabajado con los mejores directores. Grandes de verdad. Y luego llega este viejo millonario y me dejo engatusar como un estúpido principiante. Todas sus películas anteriores habían sido un fracaso insalvable. Y esta última iba inexorablemente por el mismo camino.

Imposible hacer algo decente con el material grabado. Horas y horas de pura basura.

Al hacer una edición, lo normal es elegir que dejar de lado para lograr un metraje adecuado. Una tarea difícil. En este caso, imposible. El problema es que debería descartar todo el material.

Muero por un cigarrillo. Doy vuelta la casa (las partes a las que puedo acceder) buscando sin encontrar nada. Solo una caja de cerillas imposible de abrir, con una curiosa inscripción: “Utilizar solo en caso de incendio”. Una estúpida broma.

Escucho ruidos afuera. Salgo corriendo al patio a tiempo de escuchar un auto alejarse. Podría haber conseguido un cigarillo. No puedo ser tan bobo. Encerrado sin chance de salir y solo soy capaz de pensar en mi maldito vicio y no en pedir que llamen a la policía. Ese contrato no puede ser legal.

Hay un paquete en el cajoncito del portón. Un cartón de cigarrillos y una carta de mi jefe.

«Recuerda fumar afuera y no me des las gracias». Trata de evitar mi ansiedad, pero igual se lo agradezco.

Abro una cajetilla con manos temblorosas, me llevo el cigarrillo a la boca y maldigo. Mi encendedor está atascado. Todavía tengo recursos. La cocina tiene encendido electrónico. Tan fácil como prender una hornalla. Me inclino con el cigarrillo en la boca, tan apurado y torpe, que me quemo el labio y la causa de mi desesperación cae en medio las llamas. Me quemo los dedos al querer tomarlo. ¡En lugar de apagar esa hornalla enciendo otra! Grave error. Mi camisa toma fuego, la tiro sin mirar y cae sobre una pila de papeles en la mesada. No pego una. En lugar de sacar la camisa, volteo el botellón de güisqui, esparciendo alcohol por toda la pieza hacia la isla de edición. El maldito rellenó el botellón con algo más parecido al alcohol puro que a una bebida espirituosa. Arde en segundos.

El fuego está fuera de control. La alarma suena, pero los aspersores se niegan a expeler el agua. A esta altura, no creo que sirvieran de mucho.

Salgo al patio desesperado, rogando que el espacio sea suficiente para no intoxicarme con el humo.

De repente, todas las puertas se abren solas y consigo ganar la calle. A lo lejos se escuchan las sirenas de los bomberos. La alarma estaría conectada a la central, supongo, al igual que el desbloqueo de las puertas. Me alejo un centenar de metros para dejar los accesos libres. Me detengo un segundo para mirar la enorme voracidad de las llamas.

Lo pienso mejor y sigo caminando. ¿Para qué quedarme? Yo no soy bombero. Aún tengo los cigarrillos en el bolsillo trasero del pantalón. En cuanto me cruce con alguien pediré lumbre. Algo abulta en mi bolsillo delantero. La estúpida caja de cerillas con su irónica consigna.

Pero, ¿y sí…? ¿Por qué no? Con probar no se pierde nada.

domingo, 22 de junio de 2025

MI UNDERWOOD 71 Y EL ACEITE DE COCINA

     


    Me tocó hacer el ciclo básico del liceo en un época bastante oscura de la historia uruguaya, durante la última dictadura militar. Si debo ser sincero, odiaba ir al liceo. Y no es que no me gustara estudiar. Todo lo contrario. Los programas lectivos de esa época estimulaban poco el pensamiento crítico y la colaboración, convirtiendo el estudio en una memorización de fórmulas y fechas, lejos de todo razonamiento. Se trataba de "aprender" de memoria, sin cuestionar ni razonar. El uniforme, supuesta herramienta de igualdad, era todo lo contrario de eso. Camisa celeste, corbata roja, pantalón de vestir los varones y jumper las chicas, de color gris neutro y zapatos de vestir negro. Un inflexible portero controlaba el largo del pelo, que no podía tocar el cuello de la camisa en el caso de los varones, y que las polleras de las muchachas no quedasen por encima de las rodillas. 

Ese ambiente opresivo me aburrió y a duras penas llegué al final de esos tres años con buenas notas. Me anoté en la UTU para estudiar imprenta y serigrafía. Quería estar cerca de donde se imprimían los libros. Por diferentes razones el curso no se llevó adelante el primer año y al siguiente quedé sin lugar. Yo había empezado a trabajar con mi abuelo Miguel como aprendiz de hojalatero y un tiempo después pasé a lavar botellas en una fábrica de productos de limpieza, en el año de 1980.

Ahí empecé a ahorrar para mi primer gran objetivo: mi propia máquina de escribir. Ahorrando peso sobre peso, entregué quinientos pesos de aquella época en un comercio del barrio, y gracias a la relación amistosa de mi madre con los dueños del bazar, me la entregaron enseguida y fui pagando el saldo (unos seiscientos pesos) , en cómodas cuotas. Era una UNDERWOOD 71 portátil, de origen italiano, lo más moderno en aquellos años, en una hermosa valija de color azul. Objetivo cumplido.

Lo siguiente era aprender a usarla. Unas clases en Academias Pitman y luego los ejercicios pasados por una amiga de mi hermana, hasta lograr escribir sin mirar el teclado. Recuerdo que en la academia borraran las teclas, para agilizar el aprendizaje y evitar hacer trampa. Ahora podía empezar a pasar las muchas cosas que escribía en hojas sueltas y empezar mi camino en el mundo literario. Al menos eso sentía yo.

Quienes comienzan a escribir en esta época de procesadores de texto y autocorrectores, quizás no sean capaces de imaginar lo que era escribir en una máquina de escribir mecánica. Amaba el sonido de las teclas, pero cuando te salteabas una línea o palabra y no te dabas cuenta a tiempo, era casi una tragedia griega. La mayor parte de las veces no quedaba otra solución que empezar con la hoja desde cero otra vez. ¿Dudas ortográficas? El diccionario a mano, no le podías preguntar a google. Un buen manual de gramática cuando las dudas eran sobre sintaxis o conjugación. Pero era maravilloso sentirse escritor, sentado frente a la máquina y tecleando durante horas, hasta que te dolía la espalda.

Por supuesto, el mantenimiento era fundamental para garantizar el buen funcionamiento, y uno de los puntos más importantes era mantener la máquina lubricada. Una tarde que las teclas se quejaban por falta de lubricación, pregunté a un familiar y me indicó que le pusiera "un poquito de aceite tres en uno en ciertas partes, cuidando de no ensuciar otras. Como no encontré el tres en uno, le puse aceite de cocina. Al otro día era casi imposible usarla. Por suerte para mí, tenía un tío técnico en máquinas de oficina, que, cuando se le pasó el ataque de risa, me dijo que se la llevara para limpiarla y lubricarla con el aceite correcto, sin cobrarme un peso. La tuvo que desarmar casi toda, limpiarla y volver a montar todas sus partes. Quedó mejor que nueva. Incluso le cambió la cinta de tinta negra por una bicolor. 

Han pasado más de cuarenta años desde entonces, y si bien ya no la uso, la sigo teniendo conmigo. Pese a los momentos difíciles y las estrecheces económicas que nos tocó pasar con la familia, nunca tuve corazón para ponerla a la venta. El valor sentimental es demasiado grande. Demasiado.


lunes, 5 de mayo de 2025

Una historia de Star Trek

                                   SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.

Si hay una serie que marcó mi adolescencia y juventud es Star Trek, especialmente la nueva generación. Una nueva propuesta de literautas me inspiró esta loca historia, donde los personajes de la serie tratan de ayudar a una madre en...

  Una historia de Star Trek

Javier se arrellanó en el sillón, listo para ver otro capítulo de su serie favorita. La voz del locutor comenzó con el tradicional parlamento, que a fuerza de repetición, el adolescente ya conocía de memoria.

«El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave enter...»

La abrupta interrupción le hizo pensar en un corte de luz, hasta que vio a su madre con el control remoto en la mano. No la había oído entrar.

—¡Mamá. Otra vez! ¿Por qué me apagás la tele? —protestó Javier—. ¡Siempre me hacés lo mismo !

Martha, su madre, lo miró con hastío. Todas las noches, cuando llegaba de cumplir su doble turno de enfermera, encontraba a su hijo viendo la misma serie: Star trek, la nueva generación.

—Son casi las doce de la noche —informó—. Y mañana a las ocho tenés examen de matemática. Deberías estar durmiendo.

—¡Ufa, ¡cómo si alguna vez te trajera una mala nota, mamá! Ahora entiendo por qué se fue papá. Sos una pesada. Chau, me voy a mi cuarto.

Martha iba a reclamar que al menos le diera un beso, pero prefirió no hacerlo. La mención a su ex-marido le dolía demasiado. Javier, cada vez que se enojaba con su madre, la culpaba de la separación. Tenía la esperanza de que algún día su hijo fuera capaz de entender como habían sido las cosas y ya no le recriminara.

Carlos, su ex-marido, vivía en una adolescencia perpetua. Era incapaz de mantenerse en un trabajo por más de seis meses porque se aburría pronto. Poco le importó tener que mantener un niño que llegó cuando apenas tenían dos años de casados. Esto obligaba a Martha a hacer dobles jornadas laborales, y además ocuparse del hogar, porque él se negaba a realizar las tareas domésticas. «Son cosas de mujeres» decía siempre, para justificar su actitud.

« Y encima lo enfermó a Javi con esa serie» pensó ofuscada. Por causa de ese fanatismo, su hijo casi no tenía amigos y todos en el liceo decían que era un muchacho raro. Novia, ni pensarlo, salvo que conociera alguna chica fanática de Star trek.

La gota que derramó el vaso en la pareja, fue cuando padre e hijo fueron a una comic-con disfrazados de Worf y Data, dos personajes de la serie. Disfraces pagados con una tarjeta de crédito ya sobregirada, lo que provocó una discusión tan fuerte que terminó con la partida del padre de Javier.

Cansada como estaba, decidió prepararse un té de tilo para calmar los nervios antes de ducharse y dormir. Cuando abrió el cajón de los cubiertos para sacar una cucharita, una vieja llave oxidada llamó su atención. ¿De donde había salido? La tomó en sus manos, sintió una fuerte vibración y de pronto, todo desapareció. 

Ya no había cocina ni muebles, y al mirarse descubrió que estaba vestida con un mono enterizo de textura y aspecto extraño.

—¿Dónde diablos estoy? —exclamó asustada, incomodada por las luces del lugar.

—Se encuentra usted a bordo de la nave estelar Enterprise, mi querida señora. Mi nombre es Jean Luc Piccard y le doy la bienvenida en nombre de la Federación Unida de Planetas.

Martha estuba a punto de desmayarse. Giró en derredor. Worf, Data, Troy y los demás tripulantes la saludaban con una sonrisa. 

—No sé cómo llegué, pero me voy de este set. Son muy buenos actores y mi hijo los ama. Buenas noches, Patrick.

—Estamos en medio del espacio, señora Martha —informó Data con su artificial y aún así casi humana voz. No puede ir a ningún lado.

—Sí, claro, y usted es un robot.

—Prefiero que se me llame ser humano artificial, pero la suya no es una mala descripción —afirmó el androide a la vez que abría su pecho para mostrale su avanzada conformación tecnológica.

—Esto es demasiado.

Martha se desplomó enseguida de terminar la frase.

—Doctora Crusher, venga al puente enseguida —pidió el teniente Riker por el intercomunicador. Tenemos una emergencia médica.

—¿Alguien puede decirme cómo llegó esta mujer a la nave? —preguntó el capitán Piccard.

—No a través de los teletransportadores, capitán —informó el teniente Riker.

—Además cree que somos actores —comentó Worf riendo—. ¿Quién diablos será ese Patrick  que mencionó?

—Eso no es lo más extraño, capitán —informó la doctora. Su identificación dice que nació en 1967. Debe tener unos… trescientos años. Pero parece de cuarenta o algo así.

—¿Hemos atravesado alguna distorsión espacio-temporal, comandante Data?

—No señor, nada en absoluto.

—¡Oh, oh! Ya se que pasó, capitán —agregó la doctora. Ella tiene la llave.

Todos se miraron sorprendidos. Aquello no era posible. A menos que…

Martha despertó rato después en la enfermería, pensando que aquello había sido solo un mal sueño. Algunas tardes había acompañado a Javier a ver la serie y por eso conocía bien a los personajes. Tal vez la última discusión con su hijo le había llevado a aquella extraña broma de su subconsciente.

Grande fue el susto que se llevó cuando vio la cara de la doctora Beverly Crusher a escasos centímetros de la suya.

—Estoy soñando, estoy soñando, estoy soñando —repetía como si fuera un mantra, pero aquello no 

conseguía el fin buscado.

—Ojalá fuera un sueño, mi querida… Martha —dijo la doctora mirando su identificación. Porque para tener más de trecientos años, se vé usted muy saludable. Trate de sentarse. En un rato el capitán le explicará todo.

 —¿Qué va a explicarme? ¿Qué estoy en un set de televisión y ustedes son todos actores? ¿Qué todo esto es una estúpida broma de mi estúpido ex-marido? ¿O fue mi hijo, enojado porque ya no quiero que pase el día mirando la serie?

—Será mejor que se calme, Martha. Su presión arterial está subiendo y si no se tranquiliza, voy a tener que aplicarle un calmante.

—Claro, con ese inyector de utilería que usan en la serie, ¡ay! Eso duele.

—Pero ayuda a calmarla —afirmó sonriente Crusher—. La presión arterial ya se estabiliza. Ahí viene el capitán.

Martha se sentía un poco extraña. Sonrió al recién llegado.

—Hola, Patrick —saludó jocosa.

—No sé quién es ese tal Patrick, pero entiendo que se parece a mí.

—Creo que como broma ya es suficiente, Patrick.

—Le repito que mi nombre es Jean Luc Piccard, comandante…

—… la nave estelar enterprise, bla, bla, bla. Todo muy lindo. Pero terminemos de una vez con esta payasada, porque quiero volver a casa. 

El capitán y la doctora se miraron. Data entró en ese momento.

—Capitán, parece ser que ese tal Patrick es quién interpreta su papel en una serie de televisión. Parece que Gene no cumplió su promesa de no usar nuestros nombres reales.

—Sabía que ese muchacho no era de fiar. Pero él tenía la llave. No podíamos hacer otra cosa que ayudarle a salir de su bloqueo creativo. Y ahora ella la tiene.

Martha no deba crédito a lo que escuchaba. Aquello estaba pasando de castaño oscuro.

—Bueno, ustedes sigan jugando que yo me voy. Mañana tengo doble turno y… ¿Por qué me miran así?

—Señora, usted vino a nosotros por una razón. Cuando alguien recibe la llave es porque necesita ayuda —comentó la doctora.

—Esa llave —agregó el capitán—, debe ser la única cosa buena que el todopoderoso Q a hecho en su interminable vida. Cuando alguien la recibe es porque necesita ayuda. 

—Creo que mi hijo me odia —dijo Martha, más por descargarse que por otra cosa—. Pero ustedes no son reales y yo debo haber perdido la cabeza.

—¡Los de la tele no serán reales, nosotros sí! —estalló el capitán—. No sé lo que se ve en esa serie. Pero supongo que es bastante popular.

—Oh, sí que lo es. Ustedes son grandes héroes. Descubren nuevos mundos, viajan a muchas veces la velocidad de la luz, libran grandes batallas. Y casi siempre salvan a los buenos.

—¿Velocidad de la luz? Eso es pura basura. Esta nave apenas viaje a un décimo de ella. ¿Grandes batallas? Contra el aburrimiento, tal vez. Apenas hemos contactado un par de razas y colonizado cuatro o cinco planetas que no tenían vida inteligente propia. Se ve que Gene tiene una imaginación desbordante. Perdón, ¿qué dijo sobre su hijo?

—Que me odia. Piensa que su padre se fue por mi culpa. Otro enfermo con su serie. El problema que no entiende que él debería ser el adulto responsable.

—Data —pidió el capitán—averigua todo lo que puedas sobre esta familia. Tenemos que solucionar su problema. Usted, señora, debería dormir un rato y dejar todo en nuestras manos. Doctora Crusher, ¡ahora!

Antes de que Martha pudiera reaccionar, volvió a sentir un puntazo en el cuello.

Cuando despertó, estaba en su cama. No recordaba haberse acostado, pero eso no le importó.

—¡Uff, qué alivio! ¡Fue solo un sueño!

Saltó de la cama al ver la hora. Se vistió volando y bajó a preparar el desayuno. Su hijo le había ganado de mano. Café y tostadas le esperaban en la mesa del comedor.

—Hola, mamá. Lamento haberte gritado anoche. Me voy que llego tarde al examen. Te quiero. Nos vemos en la noche.

Javier la despidió con un sonoro beso y se fue. 

Esos cambios del odio al amor, propios de la adolescencia, la volvían loca. Quizá había exagerado al decir que Javier la odiaba. Sin embargo, eran más las discusiones que los buenos momentos. 

Hubiera querido contarle de su loco sueño. Estaba seguro que a Javier le encantaría. Lo haría más tarde. Era bueno tener un tema de conversación que no fuese el liceo o su trabajo.

Se tocó el cuello y notó dos pequeños pinchazos.

«Alguna araña» pensó. «Voy a prender la tele para ver las noticias antes de irme»

Casi se cae de la silla cuando la cara del capitán Piccard llenó toda la pantalla. Trató de cambiar de canal, pero la imagen seguía allí.

—Martha, por favor, deje de intentar cambiar de canal que está interfiriendo la señal. ¿Todavía no cree que somos reales?

—Lo único que creo es que he perdido la razón. ¡Pobre hijo mío!

—Martha, escuche, no se ha vuelto loca. Muchas de las cosas que ve en la tele son vidas que seres de otra dimensión, como nosotros, le mostramos a algunas personas. Pero eso no importa ahora. Escuche con atención. Esto es lo que tiene que hacer...

Martha se bañó y vistió, cantando feliz como hacía tiempo no lo hacía. Antes de irse, escéptica aún, siguió las instrucciones del capitán.

Cuatro horas después, Javier llegó feliz a comentarle lo bien que le había ido en el examen, pero ella ya no estaba. Junto a su golosina favorita, en la mesa del comedor descansaba una carta de su madre con una vieja llave oxidada dentro.

Javier miró la llave curioso, la tomó en sus manos, sintió una fuerte vibración y de pronto, todo desapareció...


                                                                         FIN