viernes, 3 de octubre de 2025

UN AS EN LA MANGA

 Otra de las tantas inspiradoras propuestas de Literautas, era crear un texto libre titulado "Un as en la manga", con el reto opcional de que uno de los personajes se hiciera famoso de golpe. Con esto en mente y el límite de 750 palabras, puse manos a la obra, para comprobar que tener un as en la manga puede ser muy bueno... o quizás no.

SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS, ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.

Javier García nació con dos habilidades que poca gente tiene: oído absoluto y una voz  potente y suave, ideal para cantar. Además de una belleza física que provocaba suspiros de las muchachas hasta que empezaban a hablar con él. Sin embargo, nunca tuvo ni la constancia ni las ganas de trabajar para aprovechar estos tres regalos de la naturaleza. Ya desde muy chico, se acostumbró a los aplausos y los constantes elogios de sus familiares y compañeros de estudio. Cualquier instrumento musical que llegaba a sus manos era un poco tiempo un juguete que le aburría. Sus padres trataron de incentivar sus estudios de música, pero como todo le salía fácil nunca se preocupó por estudiar. Pensaba que con su talento natural sería más que suficiente para seguir alimentando su ego con vítores y aplausos. 
     Su hermana menor era todo lo contrario a él. Sin esas habilidades naturales, debió esforzarse mucho para hacerse un camino en la música. Con mucha constancia consiguió convertirse en una estupenda vocalista, trabajando su voz día tras día. Aprendió a tocar la guitarra sin llegar a destacarse demasiado, pero su técnica vocal le fue abriendo puertas poco a poco. No le interesaba la fama. Sólo quería compartir su arte con la gente y con un grupo de amigas formaron un coro para hacer covers en fiestas y pequeños eventos. Con los años llegarían a hacerse un nombre en la escena musical local, hasta hacer un recital completo ellas solas.
  Javier formó parte de varias bandas menores, pero pronto se aburrió y salió a buscar la fama por su cuenta. Llegó a probarse en una bastante conocida.  Sus compañeros quedaron fascinados por la potencia de su voz durante la prueba. El mánager de la misma estuvo de acuerdo, pero le mandó con un profesor de técnica vocal. Nunca fue, considerando que su talento no necesitaba ser corregido. Casi nunca iba a los ensayos y cuando lo hacía era para criticar a sus compañeros. No llegó a debutar.  Furioso, les gritó que no entendía « como una manga de fracasados como ustedes grabó tres discos ».
  Decidió probar suerte en el cine, pese a no tener formación actoral, pensando que con su voz y su facha era más que suficiente. Siempre se iba de los casting furioso, insultando a todos y pronto ya no lo dejaron entrar a ninguno.
  No entendía cómo los demás no eran capaces de apreciar su enorme talento. Merecía ser famoso, no cómo su mediocre hermana , avanzando paso a paso. Tenía que ser de un día para otro, sus dones naturales deberían ser más que suficientes para eso. La fama era su obsesión y él culpaba a la mala suerte de no alcanzarla. 
  Su padre enfermó y la situación económica familiar se complicó. Su madre le dijo que no podía seguir jugando al artista, que debía colaborar con su familia. Treinta años ya no era edad para «seguir  bobeando y vivindo de tus padres».
  Ella le dio una tarjeta de un mago bastante famoso que en un par de años se retiraba y andaba buscando un aprendiz. No le alegró la idea, pero fue igual. Le resultó fácil aprender todos sus trucos y dos meses después le sustituyó en una fiesta infantil. Fue todo un éxito. 
  Ya se creía mejor que su maestro y decidió que se quedaría con su lugar y su hermosa ayudante.
  Una semana antes de una importante actuación, empujó al mago por un balcón del hotel donde se alojaban haciéndolo pasar por accidente. No murió, pero se quebró una pierna en tres partes y Javier vio su nombre en letras luminosas al frente del teatro.
  —Sé lo que hiciste—le dijo el mago—. Vas a lograr la fama, pero no como tú crees.
  —Saber y no poder probar, ¿de qué sirve? —ironizó Javier.
  —Un mago siempre tiene un as en la manga. No lo olvides. Siempre.
  Llegó el día. Periodistas de todo el mundo cubrían el debut del mago Javier, que se puso el frac de su maestro, pese a la advertencia de su ayudante de que era una falta de respeto.
  Al otro día fue noticia en todos los portales. Cómo fue que el as de la manga se le había enterrado en el cuello cortando su yugular, nadie era capaz de explicarlo. Cómo todos aplaudían mientras se desangraba creyendo que era parte del espectáculo, tampoco. Y mucho menos, entender la estúpida sonrisa de Javier, famoso al fin por su insólita forma de morir.

domingo, 21 de septiembre de 2025

CANTANDO BAJO LA LLUVIA

Cualquiera que  haya trabajado en un lugar con varias personas, alguna vez habrá sufrido de las bromas de sus compañeros. Por su peso, su altura, su pelo o falta de éste, o cualquier rasgo destacable de su aspecto o carácter. Eso le pasa a nuestro protagonista, víctima preferida de las burlas de sus inmaduros compañeros.


—Parece que va a llover —dijo Laura, mi esposa, acariciando su rodilla—. Me lo dicen los huesos.

La miré y sonreí. 

—Se nota que tu rodilla no mira por la ventana —respondí irónico—. No hay ninguna nube.

—Mi rodilla no falla. Deberías saberlo. Llevate el paraguas, haceme caso. No pasa de la una de la tarde.

—No voy a hacer el ridículo llevando el paraguas con este día. Ya bastante con me llamen cuatro ojos en la oficina. 

Ella puso los brazos en jarra y empezó a hacer pucheros. Soy incapaz de resistir cuando lo hace.

—Está bien, lo llevo. Pero se van a matar de la risa conmigo. Ya sabés como son en la oficina.

—Si querés llevate el mío que es chiquito y lo podés esconder en la mochila. Igual no lo vas a tener que sacar, según vos —me dijo con su mejor sonrisa.

 Le dí un beso de despedida y salí a la calle con mi paraguas extra grande. Ni loco me llevaba el de ella. No iba a andar por la calle con ese monstruo rosado, y encima, con flores estampadas y flecos alrededor.

El sol brillaba, la temperatura no solo era agradable, sino la normal para la época, y no había una gota de viento. Me sentía un poco ridículo paseando con ese paraguas enorme. Hasta hice un poco de tiempo para llegar a la oficina y retrasar las cargadas.

Apenas entré empezaron las bromas.

—Gutierréz,  Gutierréz,  Gutierréz —dijo el contador López, feliz de poder tomarme el pelo—. Veo que otra vez el pollerudo le hizo caso a la mujer y vino con la sombrilla a cuestas.

Maldije para mis adentros. Nunca debería haberlos contado que Laura se había criado en el interior profundo, en un pueblito perdido en medio de la nada, y por eso creía en un montón de supercherías que ella llamaba “sabiduría popular”. Por más que muchas veces acertaba con sus pronósticos, más que los meteorólogos profesionales, aquello carecía de toda explicación racional.

Claro, al no ser yo una lumbrera (a duras penas había terminado el ciclo básico del liceo), me faltaban argumentos para contradecirla. Además de lo mal que se ponía cuando yo le decía que no dijera más bobadas.

El gerente me llamó a la oficina solo para reírse de mí.

—Pero, Gutierréz —dijo con sorna—, ¿cómo se animó a venir hasta acá sin su paraguas? Mire si lo agarra la lluvia por el camino. Queda hecho una sopa.

Hasta la secretaria, a quién yo consideraba una buena amiga, se rió a carcajadas de la broma del gerente. Cuando salí de su oficina, todos estaban muertos de risa. Sin duda había sido idea del contador. Se creía gracioso.

—¡Arriba, compañero, es solamente una pequeña broma! —exclamó López sin parar de sonreír—. Para hacer las paces lo invito a almorzar al restaurante nuevo. 

—Está bien —acepté resignado—. Ahora dejame trabajar antes que el gerente me llame de nuevo, pero para rezongarme.

Traté de concentrarme en el trabajo. Llenaba las planillas como un autómata, pensando en como devolverles la broma a mis “queridos e inmaduros compañeros”. Que en la escuela se burlaran por lo grueso de mis lentes era algo normal. ¡Pero en la oficina el más joven tenía cuarenta años! Ya no estaban en edad para esas pavadas.

Cuando salimos a almorzar el día había cambiado. El viento había empezado a soplar desde el este con cierta intensidad. Algunas nubes empezaron a ralear en el cielo, aunque todavía eran demasiado pocas para pensar en la lluvia. Recordé que Laura dijo que empezaría a llover antes de la una, y a fuerza de evidencia, cada vez me sentía más propenso a creer en sus pronósticos. Nadie se rió cuando tomé mi paraguas para ir a comer.

La comida estaba deliciosa, y abusando de que López invitaba, me pedí un flan con dulce de leche para el postre. Y café. A medida que el almuerzo avanzaba, también lo hacían las nubes, que pronto cubrieron todo el cielo con un cerrado manto negro. Mientras paladeaba el flan, las primeras gotas, gruesas, espaciadas, comenzaron a caer. López se arrimó a la caja a pagar sin terminar su comida y se puso el saco por encima de la cabeza. No le iba a servir de nada. No se había alejado dos cuadras cuando  las compuertas del dique celestial se abrieron de par y aquello fue un diluvio en toda regla.

Salí sonriente con mi enorme paraguas, no sin antes mandarle un mensaje a Laura para darle las gracias y pedirle disculpas por haber dudado de su pronóstico. Caminé las cinco cuadras cantado bajo la lluvia cual un Gene Kelly latino, y llegué a la oficina con la punta de los zapatos apenas mojados.

El contador López estaba sentado en su escritorio luchando con su difunto celular que chorreaba agua por todos lados, al igual que su ropa. Era la viva imagen de la derrota.

Mientras tecleaba cifras en mi computadora, empecé a canturrear en voz no tan baja : «I'm singing in the rain, just singin' in the rain, What a glorious feeling, I'm happy again...» 

sábado, 13 de septiembre de 2025

LOS PERROS Y LA ESCRITURA

      No recuerdo exactamente que edad tenía. Nueve o quizás diez años, cuando una pesadilla recurrente transformó mis noches en una tortura.

   Desde la cabecera de mi cama, como si fuera la imagen de una película, comenzaban a salir perros en abanico para atacarme. De variadas razas y colores, ladrando con furia y babeando, me obligaban a correr con desesperación hasta saltar a los brazos de mi madre como si fuera un bebé.

   Apenas conseguía alcanzarla, la jauría desaparecía y yo despertaba, asustado y sudoroso. 

   A consecuencia de ese sueño casi diario, desarrollé un terror tan grande a los perros que si veía uno por mi vereda, cruzaba la calle sin mirar, corriendo desesperado, muerto de miedo. Por suerte en el barrio donde yo vivía y por aquellos años el tránsito era muy escaso.

  Mi madre, al notar este riesgoso comportamiento, consultó al médico que me derivo al sicólogo.

  Poco recuerdo de aquellas sesiones, salvo algo que me marcó bastante y puede haber sido, tal vez, un impulso hacia mi pasión de contar historias mediante la palabra escrita.

 Si bien en la escuela ya nos ponían redacciones, eran casi siempre para contar cosas reales. Qué hiciste en las vacaciones, qué vas a hacer cuando seas grande, cómo es tu calle, etc. Al menos, esas son las pocas que consigo recordar.

  El sicólogo, sin embargo, me mostraba distintas ilustraciones y me invitaba a escribir historias sobre lo que veía en las mismas. Ese niño que fui, miraba las láminas un rato y luego empezaba a escribir el antes, el durante y el después de lo que observaba. Redacciones largas, impropias de un niño de esa edad, que sorprendieron al facultativo (aparte de darle bastante para leer).

  La conclusión fue simple: es un niño normal, inteligente y muy imaginativo. 

  Pero eso no explicaba el origen del miedo, hasta que mi madre recordó un incidente acaecido cuando yo tenía cuatro años: llegando a un cumpleaños, el perro de la casa saltó a saludarme y me tiró al piso.

  Era evidente que ese recuerdo reprimido, podía ser la causa de mi pesadilla casi diaria. 

  Lo que necesitábamos entonces, era encontrar la solución al problema.

  No hubo terapia ni más visitas al doctor. Solamente un consejo del sicólogo: consigan un cachorro y que el niño se encargue de cuidarlo. Funcionó a medias. Mi vínculo con Rabito fue bastante lejano y no volví a tener un perro hasta ser adulto, muy adulto. El miedo se fue atenuando con los años sin irse nunca totalmente. Como ciclista he sufrido unos cuántos embates por parte de los cánidos. Y eso no ayuda. Lo que sí desapareció fue esa pesadilla. Ya no más perros saliendo de la cabecera de mi cama. Ya no más cruzar de acera a lo loco.

   Pero la costumbre, la alegría y la pasión de contar historias por medio de la palabra escrita, se convirtieron en parte inseparable de mí. Para siempre.

viernes, 5 de septiembre de 2025

VENTANAS

 Más de una vez he mencionado la publicación en fascículos "Taller de escritura Salvat" , como parte de mi proceso de formación literaria. Del primero de los 60 ejemplares, tome como ejemplo el primer ejercicio y creé este relato. Su enunciado proponía escribir un texto que comenzara con la siguiente frase: "Hay ventanas para mirar hacia afuera y las hay también para mirar hacia adentro".

El texto a continuación no tiene nada que ver con el de aquella época (1996), pero cumple con la consigna. El que escribí entonces se perdió en alguna mudanza. Espero que lo disfruten. Y que cada quién pueda interpretarlo a su manera.

SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.

                                        VENTANAS

Hay ventanas para mirar hacia afuera y las hay también para mirar hacia adentro. 

Las primeras todos las conocemos. Están por todas partes. En las casas, los trenes, los buses, las oficinas, los departamentos, las fábricas. Incluso en las celdas.

Claro que la mayoría de éstas son de doble función. Mayormente para mirar afuera, a veces para husmear adentro.

Las otras, las de solo mirar para adentro, están en cada uno de nosotros. Son las ventanas que apuntan de forma unilateral a eso que algunos llaman alma, otros cuerpo astral, y los menos místicos, su yo interior. Esas que nos permiten vernos por dentro, solo a nosotros mismos. Esas que nos muestran cosas que muchas veces nos dan miedo, o nos sorprenden, o nos confirman de que estamos hechos.

  Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Yo digo que no. Pueden ser muy expresivos, pero solo vemos lo que ellos nos quieren mostrar. No las locuras, ni las vergüenzas, ni los temores más profundos o los secretos mejor guardados. No las ilusiones, ni los sueños, ni cualquier inconfesable fantasía. 

  Sería sencillo mirarse al espejo y tratar de leer a través de esos mismos ojos que nos devuelven su reflejo. Pero no funciona.

  Para ver de verdad ese algo que está dentro, tenemos que encontrar la forma de conectar con ese yo interior, que creemos, o mejor dicho, tememos conocer.

  En esa búsqueda me encontraba cuando conocí a Alicia. 

  Había recorrido distintas iglesias, cultos, místicos, charlatanes de todo tipo, cuando acerté a caer en el centro gnóstico, sin tener idea de donde me metía.

  Ella llegó cuando la charla llevaba ya media hora y se sentó a mi lado. Hubiera querido pensar que lo hacía porque se había sentido atraída por mí, pero debo ser sincero: ocupó el único asiento libre que quedaba en la sala. Eso me distrajo bastante de la charla.

  Alicia parecía ser un par de años menor que yo. Demasiado atractiva para estar sola, y sin embargo, llevaba dos años sin estar en pareja ni salir con persona alguna. Todo eso lo supe más adelante.

  Seguí yendo al centro semana tras semana, solo para verla a ella. No me quedaron muchas cosas de las charlas, pese a que al comienzo (antes de que ella llegara), había estado muy interesado.

  Alicia no me hizo las cosas sencillas. Recién a los dos meses de encuentros semanales, conseguí que aceptara acompañarme a tomar un café luego de la charla. Tres semanas más, antes de aceptar mi insistente invitación al cine (y eso que siempre le dejaba elegir la película). Casi seis meses para poder robarle el primer beso. Un año más de salidas, charlas interminables y franeleos varios, hasta que por fin pude llevarla a un hotel a pasar la noche. Una noche que prometía ser inolvidable.

  Y lo fue. Solo que quisiera poder borrarla de mi cabeza. No por el sexo, que fue una experiencia sublime, maravillosa, intensa como pocas. Una conexión física y espiritual que nunca antes había sentido. No, no por eso.

   Lo malo fue despertar solo en la cama, sin rastro de ella. Sin su olor en las sábanas. Sin su huella en mi piel. Sin restos de su perfume en el aire, sin el carmín de sus labios manchando las sábanas. La cama tendida como si hubiera dormido solo y quieto toda la noche. Nada de nada. No me dejó siquiera una nota de despedida.

   La gente del hotel me miró como a un loco. Nadie recordaba haberla visto entrar ni salir. No aparecía en las cámaras de seguridad del hotel. Mi auto estaba en el estacionamiento, sin rastros de las cenizas de los horribles cigarrillos que ella dejaba caer con descuido fuera del cenicero. No podía ser verdad. Volví a casa manejando como un autómata.

  Recién en mi domicilio se me ocurrió que pudiera ser una ladrona. Pero el dinero en mi billetera estaba completo. Igual mis muchas tarjetas. No faltaba nada.

  La llamé cientos de veces, esos días y los siguientes. Sin respuesta. Fui a la compañía de teléfonos, y para mi sorpresa, ese número, su número, estaba libre desde hacía años. No podía ser. Quise mostrarle al dependiente el registro de llamadas con ella. Sin embargo, ese número no aparecía en el historial de mi aparato. Luego de una pequeña discusión y una abultada propina, el muchacho aceptó imprimir mi registro de llamadas del último mes. El número de Alicia no aparecía.

   Aquello carecía de sentido. No podía haber alucinado un año entero de relación más seis meses de noviazgo. 

   Volví a la gnosis —a la que había dejado de asistir tras empezar a salir con Alicia —tratando de encontrar una explicación. Una, dos, tres, veinte veces. Nada de nada. Nadie parecía haberla conocido.

  Al menos, en esos días conseguí prestar atención y empecé a tomar verdadero interés por el tema, y cuando por fin sentí que iba a poder empezar a abrir esa ventana interior, ella apareció  sin dar explicaciones y con su mejor sonrisa, se sentó a mi lado.

   Mi abogado consiguió alegar locura, me declararon inimputable y terminé con mi maltratado cuerpo en un manicomio.

   Alicia, pese a que casi la mato, vino a visitarme tiempo después para decirme que me perdonaba por mi agresión, aunque no entendía por qué un completo desconocido trató de matarla solo por sentarse a su lado y decirle hola. Que si no fuera por los que me dieron aquella paliza memorable en su defensa, ella no estaría allí para exculparme. Y que su nombre era Sandra, no Alicia. Mentirosa.

  No me quejo. Ahora Alicia me visita cada dos meses y me trae libros que me permiten estudiar y buscar una explicación a mi inexplicable locura.

  A lo mejor, cuando salga de aquí, en diez o quince años, ella acepte volver a salir conmigo.