GRACIAS

LOS COMENTARIOS SON BIENVENIDOS

domingo, 22 de junio de 2025

MI UNDERWOOD 71 Y EL ACEITE DE COCINA

     


    Me tocó hacer el ciclo básico del liceo en un época bastante oscura de la historia uruguaya, durante la última dictadura militar. Si debo ser sincero, odiaba ir al liceo. Y no es que no me gustara estudiar. Todo lo contrario. Los programas lectivos de esa época estimulaban poco el pensamiento crítico y la colaboración, convirtiendo el estudio en una memorización de fórmulas y fechas, lejos de todo razonamiento. Se trataba de "aprender" de memoria, sin cuestionar ni razonar. El uniforme, supuesta herramienta de igualdad, era todo lo contrario de eso. Camisa celeste, corbata roja, pantalón de vestir los varones y jumper las chicas, de color gris neutro y zapatos de vestir negro. Un inflexible portero controlaba el largo del pelo, que no podía tocar el cuello de la camisa en el caso de los varones, y que las polleras de las muchachas no quedasen por encima de las rodillas. 

Ese ambiente opresivo me aburrió y a duras penas llegué al final de esos tres años con buenas notas. Me anoté en la UTU para estudiar imprenta y serigrafía. Quería estar cerca de donde se imprimían los libros. Por diferentes razones el curso no se llevó adelante el primer año y al siguiente quedé sin lugar. Yo había empezado a trabajar con mi abuelo Miguel como aprendiz de hojalatero y un tiempo después pasé a lavar botellas en una fábrica de productos de limpieza, en el año de 1980.

Ahí empecé a ahorrar para mi primer gran objetivo: mi propia máquina de escribir. Ahorrando peso sobre peso, entregué quinientos pesos de aquella época en un comercio del barrio, y gracias a la relación amistosa de mi madre con los dueños del bazar, me la entregaron enseguida y fui pagando el saldo (unos seiscientos pesos) , en cómodas cuotas. Era una UNDERWOOD 71 portátil, de origen italiano, lo más moderno en aquellos años, en una hermosa valija de color azul. Objetivo cumplido.

Lo siguiente era aprender a usarla. Unas clases en Academias Pitman y luego los ejercicios pasados por una amiga de mi hermana, hasta lograr escribir sin mirar el teclado. Recuerdo que en la academia borraran las teclas, para agilizar el aprendizaje y evitar hacer trampa. Ahora podía empezar a pasar las muchas cosas que escribía en hojas sueltas y empezar mi camino en el mundo literario. Al menos eso sentía yo.

Quienes comienzan a escribir en esta época de procesadores de texto y autocorrectores, quizás no sean capaces de imaginar lo que era escribir en una máquina de escribir mecánica. Amaba el sonido de las teclas, pero cuando te salteabas una línea o palabra y no te dabas cuenta a tiempo, era casi una tragedia griega. La mayor parte de las veces no quedaba otra solución que empezar con la hoja desde cero otra vez. ¿Dudas ortográficas? El diccionario a mano, no le podías preguntar a google. Un buen manual de gramática cuando las dudas eran sobre sintaxis o conjugación. Pero era maravilloso sentirse escritor, sentado frente a la máquina y tecleando durante horas, hasta que te dolía la espalda.

Por supuesto, el mantenimiento era fundamental para garantizar el buen funcionamiento, y uno de los puntos más importantes era mantener la máquina lubricada. Una tarde que las teclas se quejaban por falta de lubricación, pregunté a un familiar y me indicó que le pusiera "un poquito de aceite tres en uno en ciertas partes, cuidando de no ensuciar otras. Como no encontré el tres en uno, le puse aceite de cocina. Al otro día era casi imposible usarla. Por suerte para mí, tenía un tío técnico en máquinas de oficina, que, cuando se le pasó el ataque de risa, me dijo que se la llevara para limpiarla y lubricarla con el aceite correcto, sin cobrarme un peso. La tuvo que desarmar casi toda, limpiarla y volver a montar todas sus partes. Quedó mejor que nueva. Incluso le cambió la cinta de tinta negra por una bicolor. 

Han pasado más de cuarenta años desde entonces, y si bien ya no la uso, la sigo teniendo conmigo. Pese a los momentos difíciles y las estrecheces económicas que nos tocó pasar con la familia, nunca tuve corazón para ponerla a la venta. El valor sentimental es demasiado grande. Demasiado.