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miércoles, 8 de enero de 2025

DOS NIÑOS Y UN CORDERO

             Este texto forma parte de un relato mucho más largo (aún sin corregir) y está basada en una anécdota real. Yo era uno de esos dos niños pero no me volví vegetariano. Los personajes son ficticios, el campamento es real y creo que se llamaba CECRU o algo así, y se realizó con la idea de "enamorar a los niños de la vida en el campo". No se si dio resultado, pero me regaló esta graciosa historia.

                         

                                 DOS NIÑOS Y UN CORDERO

 Habían hecho una fogata y todos nos sentamos alrededor con chorizos clavados en pinchos para cocinarlos a punta de llama y cenar. Menos Julio, que era vegetariano y cuando le pregunté si siempre lo había sido, nos contó desde cuando había dejado de comer carne.

—El último año de escuela— comenzó diciendo— nos llevaron a un campamento en una zona rural entre Maldonado y Rocha. Un lugar precioso. Fueron dos semanas casi perfectas. Aprendimos a ordeñar las vacas, a hacer queso, pan , manteca, armar cercos  y limpiar terrenos, arrear ganado y algunas cosas más. Nos levantábamos a las siete  a desayunar y nos repartíamos por grupos para ayudar en la cocina y con la limpieza. Teníamos una hora de repaso escolar por día, y además jugábamos a la pelota, a la  búsqueda del tesoro, hacíamos caminatas y paseos a otras granjas. ¡Lo malo es que teníamos que bañarnos todos los días!

Julio dio un trago a su cerveza mientras todos reíamos de su ocurrencia.

—Lo único peor que el baño y los madrugones fue lo que paso el último día.  Nos quisieron dar una gran despedida, pero no tomaron en cuenta que como gürises de ciudad había cosas que nunca habíamos visto. Mi mejor amigo amigo y yo quedamos al cuidado de un cordero , totalmente ignorantes de lo que iba a pasar. Cerca de las diez nos juntaron a todos, colgaron el cordero de una pata, cabeza abajo y con una cuchilla le rebanaron el cuello. Nunca lo voy a olvidar. El animal se iba desangrando, balando cada vez más débil hasta que al final quedó callado. Pero no quieto.

«No se asusten» nos dijo el profe «esos son estertores post-morten, pero en un rato paran»

Los dos que habíamos quedado a su cuidado no podíamos parar de llorar, ante la mirada incrédula de los paisanos.

—Calculo que ahí terminó todo—dije.

—¡Ojalá! —exclamó juntando las manos como en un ruego—. A pesar de ver nuestras caras de miedo, nos enseñaron a quitarle el cuero y algunos tuvimos que ayudar en la tarea. Pero lo peor fue cuando lo abrieron para sacar las vísceras. Creo que nunca en mi vida vomité tanto como ese día.  

Veinte gürises y solo yo me descompuse. Yo ni siquiera ví como lo agarraban a la parrilla para asarlo.  A la hora del almuerzo, ninguno de nosotros pudo comer nada y recién a la hora de la merienda algunos quisieron  tomar la cocoa con leche y un poco de pan con queso. Yo ni siquiera cené. Juré que nunca más comería un pedazo de carne. Pero eso no fue lo peor.

 Todos lo quedamos mirando al ver que se quedaba callado.

—¿Y?—exclamamos a coro.

Se notaba que le costaba contarlo, pero tomo aire y continuó.

—Cuando volví a casa no conté nada de esto, pero la maestra le buchoneó todo a mi madre. Por un lado mejor. Porque quedé re traumado. No podía siquiera ver carne en la mesa. La imagen del corderito muriendo se me aparecía como un fantasma doliente. Después de meses yendo al psicólogo conseguí tolerar ver a los demás comerla , pero yo nunca pude. El olor del asado me encanta, pero si trato de comerlo me vienen náuseas. Algunos de mis ex-compañeros confesaron años más tarde que si tuvieran que cazar y carnear ellos mismos, también se volverían vegetarianos.

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