La consigna de este mes de literautas ( https://www.literautas.com/ ) tenía solo tres condiciones. Dos palabras; moneda y trampa. Y un final opcional que no menciono para no arruinar el cuento.
SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.
—¿Una moneda, jefe? Vaya tranquilo que yo se lo vicho.
Otra vez Julio, el cuidacoches del super, pidiendo monedas apenas uno está tratando de estacionar.
—Cuando salga te doy, si no me hacés la de siempre, que te vas antes que salga.
—Pa, que mala onda, Don. El otro día me tuve que ir de apuro porque me llamaron de casa, me llamaron.
—Dale, mentime nomás. Cuando salga, si estás acá, hay moneda. No caigo más en tu trampa.
Abrió la boca como para decir algo más, pero se frenó a tiempo. No sé si fue prudencia o el hecho de que otro auto salía y no se quería perder la propina.
Si debo ser sincero, a veces sentía lástima por él. Había nacido en una casa muy pobre y sin embargo, hasta los ocho años nunca le había faltado nada. Iba a la escuela siempre impecable y bien alimentado. Lo sé porque fuimos compañeros de clase en la escuela pública de la zona. Su madre siempre se las arreglaba con el poco dinero que el padre del niño le dejaba, para darle siempre todo lo necesario al pequeño. Ella descuidó su propia salud, comiendo lo mínimo para que su hijo nunca fuera a la escuela sin antes llenar su panza con una comida nutritiva y abundante. Remendaba su ropa cómo podía para estirar su vida útil. Así podía mantener a Julio bien vestido y abrigado.
La última vez que nos cruzamos con ella, mi madre mencionó algo sobre su extrema delgadez y su aspecto tan lastimoso. En voz baja, pensando que no la oíamos, ella y otras madres hablaban del borracho del marido, un hombre prepotente y malvado que le daba tremendas palizas a la pobre mujer.
Entre la debilidad por la mala vida y la violencia del hombre, solo una cosa podía pasar. Y pasó.
Un mes después de cumplir Julio los ocho años, la madre murió de manera violenta y el padre terminó preso. El pobre Julio cayó como peludo de regalo en la casa de la hermana de su padre, una mujer coqueta y superficial, cuya idea de cuidar a un niño era dejarlo hacer todo lo que quisiera.
El resultado fue previsible. Mi pobre amigo a duras penas terminó las escuela, probó las drogas y el sexo a una edad demasiado temprana y terminó viviendo en la calle. Una pena.
Pese a tener la misma edad, parecía veinte años mayor que yo. Y aunque el tango diga que veinte años no son nada, cuando son las dos terceras partes de tu vida es un montón.
Ahora no solo cuidaba autos en la entrada del super. También dormía bajo el toldo cuando este cerraba. Ni siquiera cuando el frío cortaba la sangre, aceptaba ir a un refugio estatal. Decía que su libertad era suya y que eso era lo único que de verdad le pertenecía. Creo que tenía razón.
Quise darle trabajo en mi herrería como sereno nocturno, con un sueldo no muy alto, aparte de casa y comida. Ahí tendría un baño con ducha caliente, una cama decente e incluso un pequeño televisor para acompañar sus horas. Le compré ropa. Le di las llaves de la cocina del taller para que pudiera calentar los alimentos. Una semana duró.
Con lágrimas en los ojos me dijo que eso no era para él. Qué doce horas en una jaula eran demasiada tortura para un alma libre como la suya. Me dio las gracias y se fue.
Seis meses después lo encontré otra vez en el super, dirigiendo el tránsito. «Es el precio de la libertad» me dijo cuando le pregunté que demonios estaba haciendo con su vida. Ni siquiera me reconoció.
Mi esposa me reprochaba cada vez que le daba una propina, diciendo que sólo contribuía con sus vicios. Que lo ayudaba a terminar con su vida más rápido.
Nunca se lo dije, aunque creo que llevaba razón. Por eso prefería ir solo al supermercado, para no escuchar sus quejas. Al fin y al cabo, Julio y yo éramos casi amigos. De todos modos, el vínculo que se había formado al compartir banco en la escuela no era fácil de deshacer.
—Tu amigo está cada día peor —mencionó la cajera mientras pasaba mi compra por el lector—.
En cualquier momento lo atropellan. Sin querer o queriendo. Ya se peleó con un par de clientes por la propina.
—No es mi amigo —apunté—. Ni siquiera recuerda quién soy.
—En sus escasos momentos de lucidez habla de su amigo el herrero. Todos sabemos que trataste de ayudarlo.
—No sirvió de mucho —comenté resignado.
Al sacar la tarjeta para pagar la cuenta, noté que no tenía las llaves del auto. Recordé entonces, como en un flashback, oír el ruido de algo que caía junto a mi pie al bajar del mismo.
Cuando salí Julio me estaba esperando en la puerta.
—Oiga, Don, se le cayeron las llaves cuando bajó de auto. Pero su amigo Julio las levantó para que no las perdiera. Vio, usted a veces es medio botón pero yo se lo cuido igual.
—Gracias, Julio. Dame las llaves así guardo la compra en el auto.
Julio me miró extrañado.
—¿Y? —pregunté—. ¿Me das las llaves o te tengo que dar la propina primero?
—Al final no era tan inteligente, Don. Si yo me iba para casa me las llevaba. Se las dejé en la puerta, se las dejé.
« Ay, no» dije para mis adentros, segundos antes de ver como el ladrón se escapaba a toda velocidad con mi auto.
Hola, Daniel, es muy interesante tu cuento, sobre todo por el acento argentino que me gusta tanto. Una historia de la vida real con todos los matices de la realidad cotidiana pero muy bien descrita, además los personajes son muy reales. Enhorabuena. Saludos.
ResponderBorrarGracias por tu comentario. Saber que hay lectores reales del otro lado es un gran estímulo.
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