Ten cuidado con lo que deseas
—Te dije mil veces que esa manía tuya te iba a terminar metiendo en un lío —dijo Martha a su hijo Joaquín—. No podés ser tan, tan… quisquilloso.
—Caray, madre, hubiera jurado que vos me entenderías —se quejó el aludido—. Mi jefe es insoportable. Suspenderme dos días solo por atender su teléfono. ¡Llevaba media hora sonando! ¡No podía soportarlo más!
No era la primera vez que Joaquín se metía en problemas por atender teléfonos ajenos. Una vez atendió una llamada del novio de su prima al móvil de ésta y casi ocasiona que suspendan la boda. Por suerte se aclaró la confusión. Aunque nunca lo perdonaron y no lo invitaron al casamiento.
Otra vez lo sacaron a patadas de una oficina donde había ido a hacer un trámite, y respondió el teléfono de la mujer que lo estaba atendiendo. Vaya atrevimiento.
Podría seguir relatando los mil y un problemas causados por su incapacidad de oír sonar un teléfono más de tres veces sin atenderlo. Incluso estuvo a punto de caer preso por querer hacerlo en una comisaría.
Su madre le sugirió visitar a un psicólogo, pero luego de tres sesiones le declararon un caso perdido. Mientras aguardaba en la sala de espera había atendido una llamada «porque la secretaria estaba en el baño y el aparato no paraba de sonar».
«Desearía estar en un lugar donde no existiesen los teléfonos», pensaba a menudo. Su madre le sugirió la selva o el desierto, pero tampoco soportaba los mosquitos ni el calor.
—Aprovechando que no trabajás, podrías hacerme un mandado —sugirió su madre—. Necesito que levantes un paquete en la vieja estación del tren.
—Mamá, en la vieja estación de trenes no hay nada. ¿Me estás tomando el pelo?
—Ay, hijo, siempre tan distraído. La oficina de correos aún funciona, aunque no haya trenes. ¿Podés hacerme ese favor, o no?
De mala gana respondió que sí. Al menos allí habría poca gente molestando con sus teléfonos. ¿Acaso no podrían usar los móviles en silencio? Porque hasta el zumbido de la vibración le molestaba.
Para su desgracia, el lugar estaba muy concurrido ese día y no tuvo otro remedio que hacer cola. La gente iba y venía entregando paquetes, hablando por celular y el sonido lo estaba volviendo loco.
De repente, un ruido antiguo llamó su atención. Parecía un aparato de los viejos, con campanillas metálicas y un llamador estridente. No paraba de sonar. Volteó para ubicar y rezongar al dueño. No era ningún móvil. Era el teléfono público de la vieja cabina, aparentemente abandonada hacía años, desde que los trenes habían dejado de correr.
Ni siquiera recordaba haberla visto antes.
No quería perder su lugar en la cola, pero su manía era demasiado fuerte y no se pudo resistir. Se metió en la cabina y levantó el tubo.
Antes que pudiera decir palabra, una extraña voz sonó en el auricular.
—Hola, Joaquín, pensé que nunca ibas a atender.
Colgó tan rápido que casi hace saltar la horquilla. Apenas lo hizo empezó a sonar de nuevo. Y otra vez no pudo evitar atenderlo.
—Hola, ¿quién habla? —preguntó con voz temblorosa.
—Mi nombre no importa —dijo la voz al otro lado—. Estoy aquí para cumplirte un deseo. Pero ten cuidado con lo que pides. Porque te lo voy a hacer realidad.
—Claro, un bromista.
—¿Un bromista sabría tu nombre? Tienes diez segundos para formular tu deseo. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cin…
—¡Nunca más quiero escuchar sonar un teléfono! —gritó, interrumpiendo la cuenta atrás.
—Tú lo has pedido. Desde ahora tu deseo se ha cumplido.
—Hola, hola, hola. Maldito bromista. Ya cortó —dijo al no escuchar la voz al otro lado.
...
Los médicos que lo vieron fueron incapaces de explicar su repentina sordera. No encontraron causas físicas, y Joaquín nunca quiso contar la historia. Volvió varias veces a la estación, con la esperanza de revertir el deseo, pero la cabina ya no estaba. Cuando preguntó dónde la habían llevado, le explicaron como pudieron que nunca había existido tal cosa ahí. Se resignó. La culpa era solo suya, por no hacer caso a la advertencia de la voz, cuando le dijo que pensara bien su deseo. Aunque tampoco le dio mucho tiempo para pensar. Una maldita jugarreta.
Sin embargo, no podía negar que su deseo se había cumplido. ¿Acaso podía quejarse?
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