Alma estaba radiante. Sus ojos, tantas veces opacados por las lágrimas. eran el más fiel reflejo de su felicidad. Mi corazón se estrujaba al pensar en la tristeza que mi confesión le provocaría , pero no podía postergarlo más. No era justo.
Conocí a Alma seis meses atrás, en la unidad de trasplantes del hospital , donde firmaba la autorización para disponer de los órganos de su esposo, fallecido en un accidente de transito. Ojos, hígado, riñones, incluso los pulmones habían quedado intactos, pero no su corazón. Estalló como una bomba de tiempo mal ajustada. El auto se movió suavemente, sin golpear a nadie más, hasta detenerse solo. Un milagro.
No quería perder el duende de su sonrisa, pero la culpa me estaba matando.
Ese día en el hospital, su voz firme y serena me impresionó. Mis ojos, casi inútiles desde la cuna, esperaban el milagro de un doble trasplante , que llegó de la mano con su viudez.
- Sé que tienes sus ojos- me dijo sin perder la sonrisa-pero no eres él. Y no me enamoré de ti por eso, ni siento que él me mire. Son sus ojos, pero no es mirada. Esos ojos no me miran con rencor, no me maltratan.
Incapaz de disimular mi sorpresa, solo atiné a besarla con ternura.
-Fue un doble milagro , cariño. O triple. Porque yo iba a morir ese día y en realidad volví a nacer. El café envenenado era para mí, no soportaba más el maltrato y no sabía como salir. Nadie me creía. Para los demás era un hombre ejemplar. Él nunca tomaba café, pero ese día me quitó el mío de las manos y me tiró al piso. Le dije que no lo tomara. Pero como él era quién mandaba. Era él.
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