viernes, 5 de septiembre de 2025

VENTANAS

 Más de una vez he mencionado la publicación en fascículos "Taller de escritura Salvat" , como parte de mi proceso de formación literaria. Del primero de los 60 ejemplares, tome como ejemplo el primer ejercicio y creé este relato. Su enunciado proponía escribir un texto que comenzara con la siguiente frase: "Hay ventanas para mirar hacia afuera y las hay también para mirar hacia adentro".

El texto a continuación no tiene nada que ver con el de aquella época (1996), pero cumple con la consigna. El que escribí entonces se perdió en alguna mudanza. Espero que lo disfruten. Y que cada quién pueda interpretarlo a su manera.

SE AGRADECEN LOS COMENTARIOS. ES BUENO SABER QUE HAY SERES HUMANOS DEL OTRO LADO DE LA PANTALLA.

                                        VENTANAS

Hay ventanas para mirar hacia afuera y las hay también para mirar hacia adentro. 

Las primeras todos las conocemos. Están por todas partes. En las casas, los trenes, los buses, las oficinas, los departamentos, las fábricas. Incluso en las celdas.

Claro que la mayoría de éstas son de doble función. Mayormente para mirar afuera, a veces para husmear adentro.

Las otras, las de solo mirar para adentro, están en cada uno de nosotros. Son las ventanas que apuntan de forma unilateral a eso que algunos llaman alma, otros cuerpo astral, y los menos místicos, su yo interior. Esas que nos permiten vernos por dentro, solo a nosotros mismos. Esas que nos muestran cosas que muchas veces nos dan miedo, o nos sorprenden, o nos confirman de que estamos hechos.

  Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Yo digo que no. Pueden ser muy expresivos, pero solo vemos lo que ellos nos quieren mostrar. No las locuras, ni las vergüenzas, ni los temores más profundos o los secretos mejor guardados. No las ilusiones, ni los sueños, ni cualquier inconfesable fantasía. 

  Sería sencillo mirarse al espejo y tratar de leer a través de esos mismos ojos que nos devuelven su reflejo. Pero no funciona.

  Para ver de verdad ese algo que está dentro, tenemos que encontrar la forma de conectar con ese yo interior, que creemos, o mejor dicho, tememos conocer.

  En esa búsqueda me encontraba cuando conocí a Alicia. 

  Había recorrido distintas iglesias, cultos, místicos, charlatanes de todo tipo, cuando acerté a caer en el centro gnóstico, sin tener idea de donde me metía.

  Ella llegó cuando la charla llevaba ya media hora y se sentó a mi lado. Hubiera querido pensar que lo hacía porque se había sentido atraída por mí, pero debo ser sincero: ocupó el único asiento libre que quedaba en la sala. Eso me distrajo bastante de la charla.

  Alicia parecía ser un par de años menor que yo. Demasiado atractiva para estar sola, y sin embargo, llevaba dos años sin estar en pareja ni salir con persona alguna. Todo eso lo supe más adelante.

  Seguí yendo al centro semana tras semana, solo para verla a ella. No me quedaron muchas cosas de las charlas, pese a que al comienzo (antes de que ella llegara), había estado muy interesado.

  Alicia no me hizo las cosas sencillas. Recién a los dos meses de encuentros semanales, conseguí que aceptara acompañarme a tomar un café luego de la charla. Tres semanas más, antes de aceptar mi insistente invitación al cine (y eso que siempre le dejaba elegir la película). Casi seis meses para poder robarle el primer beso. Un año más de salidas, charlas interminables y franeleos varios, hasta que por fin pude llevarla a un hotel a pasar la noche. Una noche que prometía ser inolvidable.

  Y lo fue. Solo que quisiera poder borrarla de mi cabeza. No por el sexo, que fue una experiencia sublime, maravillosa, intensa como pocas. Una conexión física y espiritual que nunca antes había sentido. No, no por eso.

   Lo malo fue despertar solo en la cama, sin rastro de ella. Sin su olor en las sábanas. Sin su huella en mi piel. Sin restos de su perfume en el aire, sin el carmín de sus labios manchando las sábanas. La cama tendida como si hubiera dormido solo y quieto toda la noche. Nada de nada. No me dejó siquiera una nota de despedida.

   La gente del hotel me miró como a un loco. Nadie recordaba haberla visto entrar ni salir. No aparecía en las cámaras de seguridad del hotel. Mi auto estaba en el estacionamiento, sin rastros de las cenizas de los horribles cigarrillos que ella dejaba caer con descuido fuera del cenicero. No podía ser verdad. Volví a casa manejando como un autómata.

  Recién en mi domicilio se me ocurrió que pudiera ser una ladrona. Pero el dinero en mi billetera estaba completo. Igual mis muchas tarjetas. No faltaba nada.

  La llamé cientos de veces, esos días y los siguientes. Sin respuesta. Fui a la compañía de teléfonos, y para mi sorpresa, ese número, su número, estaba libre desde hacía años. No podía ser. Quise mostrarle al dependiente el registro de llamadas con ella. Sin embargo, ese número no aparecía en el historial de mi aparato. Luego de una pequeña discusión y una abultada propina, el muchacho aceptó imprimir mi registro de llamadas del último mes. El número de Alicia no aparecía.

   Aquello carecía de sentido. No podía haber alucinado un año entero de relación más seis meses de noviazgo. 

   Volví a la gnosis —a la que había dejado de asistir tras empezar a salir con Alicia —tratando de encontrar una explicación. Una, dos, tres, veinte veces. Nada de nada. Nadie parecía haberla conocido.

  Al menos, en esos días conseguí prestar atención y empecé a tomar verdadero interés por el tema, y cuando por fin sentí que iba a poder empezar a abrir esa ventana interior, ella apareció  sin dar explicaciones y con su mejor sonrisa, se sentó a mi lado.

   Mi abogado consiguió alegar locura, me declararon inimputable y terminé con mi maltratado cuerpo en un manicomio.

   Alicia, pese a que casi la mato, vino a visitarme tiempo después para decirme que me perdonaba por mi agresión, aunque no entendía por qué un completo desconocido trató de matarla solo por sentarse a su lado y decirle hola. Que si no fuera por los que me dieron aquella paliza memorable en su defensa, ella no estaría allí para exculparme. Y que su nombre era Sandra, no Alicia. Mentirosa.

  No me quejo. Ahora Alicia me visita cada dos meses y me trae libros que me permiten estudiar y buscar una explicación a mi inexplicable locura.

  A lo mejor, cuando salga de aquí, en diez o quince años, ella acepte volver a salir conmigo.