No recuerdo exactamente que edad tenía. Nueve o quizás diez años, cuando una pesadilla recurrente transformó mis noches en una tortura.
Desde la cabecera de mi cama, como si fuera la imagen de una película, comenzaban a salir perros en abanico para atacarme. De variadas razas y colores, ladrando con furia y babeando, me obligaban a correr con desesperación hasta saltar a los brazos de mi madre como si fuera un bebé.
Apenas conseguía alcanzarla, la jauría desaparecía y yo despertaba, asustado y sudoroso.
A consecuencia de ese sueño casi diario, desarrollé un terror tan grande a los perros que si veía uno por mi vereda, cruzaba la calle sin mirar, corriendo desesperado, muerto de miedo. Por suerte en el barrio donde yo vivía y por aquellos años el tránsito era muy escaso.
Mi madre, al notar este riesgoso comportamiento, consultó al médico que me derivo al sicólogo.
Poco recuerdo de aquellas sesiones, salvo algo que me marcó bastante y puede haber sido, tal vez, un impulso hacia mi pasión de contar historias mediante la palabra escrita.
Si bien en la escuela ya nos ponían redacciones, eran casi siempre para contar cosas reales. Qué hiciste en las vacaciones, qué vas a hacer cuando seas grande, cómo es tu calle, etc. Al menos, esas son las pocas que consigo recordar.
El sicólogo, sin embargo, me mostraba distintas ilustraciones y me invitaba a escribir historias sobre lo que veía en las mismas. Ese niño que fui, miraba las láminas un rato y luego empezaba a escribir el antes, el durante y el después de lo que observaba. Redacciones largas, impropias de un niño de esa edad, que sorprendieron al facultativo (aparte de darle bastante para leer).
La conclusión fue simple: es un niño normal, inteligente y muy imaginativo.
Pero eso no explicaba el origen del miedo, hasta que mi madre recordó un incidente acaecido cuando yo tenía cuatro años: llegando a un cumpleaños, el perro de la casa saltó a saludarme y me tiró al piso.
Era evidente que ese recuerdo reprimido, podía ser la causa de mi pesadilla casi diaria.
Lo que necesitábamos entonces, era encontrar la solución al problema.
No hubo terapia ni más visitas al doctor. Solamente un consejo del sicólogo: consigan un cachorro y que el niño se encargue de cuidarlo. Funcionó a medias. Mi vínculo con Rabito fue bastante lejano y no volví a tener un perro hasta ser adulto, muy adulto. El miedo se fue atenuando con los años sin irse nunca totalmente. Como ciclista he sufrido unos cuántos embates por parte de los cánidos. Y eso no ayuda. Lo que sí desapareció fue esa pesadilla. Ya no más perros saliendo de la cabecera de mi cama. Ya no más cruzar de acera a lo loco.
Pero la costumbre, la alegría y la pasión de contar historias por medio de la palabra escrita, se convirtieron en parte inseparable de mí. Para siempre.
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