Cualquiera que haya trabajado en un lugar con varias personas, alguna vez habrá sufrido de las bromas de sus compañeros. Por su peso, su altura, su pelo o falta de éste, o cualquier rasgo destacable de su aspecto o carácter. Eso le pasa a nuestro protagonista, víctima preferida de las burlas de sus inmaduros compañeros.
—Parece que va a llover —dijo Laura, mi esposa, acariciando su rodilla—. Me lo dicen los huesos.
La miré y sonreí.
—Se nota que tu rodilla no mira por la ventana —respondí irónico—. No hay ninguna nube.
—Mi rodilla no falla. Deberías saberlo. Llevate el paraguas, haceme caso. No pasa de la una de la tarde.
—No voy a hacer el ridículo llevando el paraguas con este día. Ya bastante con me llamen cuatro ojos en la oficina.
Ella puso los brazos en jarra y empezó a hacer pucheros. Soy incapaz de resistir cuando lo hace.
—Está bien, lo llevo. Pero se van a matar de la risa conmigo. Ya sabés como son en la oficina.
—Si querés llevate el mío que es chiquito y lo podés esconder en la mochila. Igual no lo vas a tener que sacar, según vos —me dijo con su mejor sonrisa.
Le dí un beso de despedida y salí a la calle con mi paraguas extra grande. Ni loco me llevaba el de ella. No iba a andar por la calle con ese monstruo rosado, y encima, con flores estampadas y flecos alrededor.
El sol brillaba, la temperatura no solo era agradable, sino la normal para la época, y no había una gota de viento. Me sentía un poco ridículo paseando con ese paraguas enorme. Hasta hice un poco de tiempo para llegar a la oficina y retrasar las cargadas.
Apenas entré empezaron las bromas.
—Gutierréz, Gutierréz, Gutierréz —dijo el contador López, feliz de poder tomarme el pelo—. Veo que otra vez el pollerudo le hizo caso a la mujer y vino con la sombrilla a cuestas.
Maldije para mis adentros. Nunca debería haberlos contado que Laura se había criado en el interior profundo, en un pueblito perdido en medio de la nada, y por eso creía en un montón de supercherías que ella llamaba “sabiduría popular”. Por más que muchas veces acertaba con sus pronósticos, más que los meteorólogos profesionales, aquello carecía de toda explicación racional.
Claro, al no ser yo una lumbrera (a duras penas había terminado el ciclo básico del liceo), me faltaban argumentos para contradecirla. Además de lo mal que se ponía cuando yo le decía que no dijera más bobadas.
El gerente me llamó a la oficina solo para reírse de mí.
—Pero, Gutierréz —dijo con sorna—, ¿cómo se animó a venir hasta acá sin su paraguas? Mire si lo agarra la lluvia por el camino. Queda hecho una sopa.
Hasta la secretaria, a quién yo consideraba una buena amiga, se rió a carcajadas de la broma del gerente. Cuando salí de su oficina, todos estaban muertos de risa. Sin duda había sido idea del contador. Se creía gracioso.
—¡Arriba, compañero, es solamente una pequeña broma! —exclamó López sin parar de sonreír—. Para hacer las paces lo invito a almorzar al restaurante nuevo.
—Está bien —acepté resignado—. Ahora dejame trabajar antes que el gerente me llame de nuevo, pero para rezongarme.
Traté de concentrarme en el trabajo. Llenaba las planillas como un autómata, pensando en como devolverles la broma a mis “queridos e inmaduros compañeros”. Que en la escuela se burlaran por lo grueso de mis lentes era algo normal. ¡Pero en la oficina el más joven tenía cuarenta años! Ya no estaban en edad para esas pavadas.
Cuando salimos a almorzar el día había cambiado. El viento había empezado a soplar desde el este con cierta intensidad. Algunas nubes empezaron a ralear en el cielo, aunque todavía eran demasiado pocas para pensar en la lluvia. Recordé que Laura dijo que empezaría a llover antes de la una, y a fuerza de evidencia, cada vez me sentía más propenso a creer en sus pronósticos. Nadie se rió cuando tomé mi paraguas para ir a comer.
La comida estaba deliciosa, y abusando de que López invitaba, me pedí un flan con dulce de leche para el postre. Y café. A medida que el almuerzo avanzaba, también lo hacían las nubes, que pronto cubrieron todo el cielo con un cerrado manto negro. Mientras paladeaba el flan, las primeras gotas, gruesas, espaciadas, comenzaron a caer. López se arrimó a la caja a pagar sin terminar su comida y se puso el saco por encima de la cabeza. No le iba a servir de nada. No se había alejado dos cuadras cuando las compuertas del dique celestial se abrieron de par y aquello fue un diluvio en toda regla.
Salí sonriente con mi enorme paraguas, no sin antes mandarle un mensaje a Laura para darle las gracias y pedirle disculpas por haber dudado de su pronóstico. Caminé las cinco cuadras cantado bajo la lluvia cual un Gene Kelly latino, y llegué a la oficina con la punta de los zapatos apenas mojados.
El contador López estaba sentado en su escritorio luchando con su difunto celular que chorreaba agua por todos lados, al igual que su ropa. Era la viva imagen de la derrota.
Mientras tecleaba cifras en mi computadora, empecé a canturrear en voz no tan baja : «I'm singing in the rain, just singin' in the rain, What a glorious feeling, I'm happy again...»
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