Aquel 5 de Enero no fue uno más. Contaba yo entonces con ocho años y había terminado segundo año de escuela con la mejor nota y felicitado por una maestra inflexible.
La carta a los reyes magos, de mi puño y letra, tenía un sólo pedido : quería una bicicleta, pero no una cualquiera, quería una de media carrera.
Inocente aún, aunque parezca mentira, no podía esperar otra cosa que ver mi sueño concretado. Era un buen niño, aplicado estudiante y con una conducta ejemplar. No, los reyes no podían fallarme.
Grande fue mi decepción al levantarme y ver la bicicleta, una común y corriente, sin cambios ni nada especial. Por suerte mi padre no vio mi cara en ese momento . Con su ayuda, y luego de varias caídas y raspones de rodilla, aprendí a montarla y me regalo infinidad de horas de auténtica felicidad. La tuve conmigo hasta que el inevitable paso del tiempo la dejara pequeña y la heredara uno de mis primos.
Años más tarde, Mamá me contó un secreto: la bici era usada. No podían comprar una nueva, pero Papá consiguió una usada, a mano le sacó toda la pintura vieja, a escondidas para que no la viera, y la dejó como recién salida de fábrica. Quise hablar con él, pero ella me frenó. Él no quería que lo supiera, y ver cuanto amé esa bici compensó todo su esfuerzo.
Entonces no lo entendí, yo solo le quería agradecer lo que había hecho.
“Lo vas a entender cuando seas padre”- me dijo.
Cuánta razón tenía . ¡Qué fácil fue entender su sacrificio cuando a su vez me convertí en padre!
La bici sigue siendo mi medio de transporte favorito, y un nexo indisoluble entre mi padre y aquel niño que aún vive en mí.
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