El mejor lego
¿Recuerdos, remembranzas, añoranzas quizás? Episodios de mi infancia y juventud que vuelven a la vida motivados siempre por algún disparador, alguna conversación sobre cosas que rozan apenas tangencialmente la historia, pero sin tener mucho que ver con ella.
En esta primera historia voy a mencionar la conversación que despertó este recuerdo, en las sucesivas, salvo que sea relevante para contextualizarlo, iré directamente a la historia.
Hablando con gente con la que me vinculo solo por trabajo, salió el tema de los lego y la facilidad para hacer y deshacer la construcciones.
-¿Te acordás aquellos que venían en una cajita con motores para armar vehículos?- me preguntó uno de ellos.
- Capaz que lo ví, pero nunca tuve uno- contesté sin darle importancia.
Me miraron con cara rara, y no me extrañó.
Ellos, hijos de profesionales, siempre fueron gente con otro poder económico. Quizá no sabían que otros niños no podían a acceder a ese tipo de juguetes.
-Ya salió el clásico uruguayo, llorando miseria- me dijo.
Pero yo no contesté. Mi mente voló a mi infancia en mi querido barrio de Capurro y al recuerdo de mi propio lego. Un lego que no se podía comprar en ningún lado y que nos daba innumerables horas de creatividad y placer.
En el viejo Parque Capurro, antes de que el “progreso” nos robara la mitad del mismo para construir los accesos a la capital, la canchita del equipo de Baby fútbol se encontraba en el extremo contrario del Parque al que hoy ocupa la de Fénix infantil, en un sector que ahora es atravesado por los accesos.
Detrás de esa canchita, había una carpintería que no recuerdo que fabricaba, pero tiraba muy seguido unos recortes de madera de 10 cm x 2 cm x 1/2 cm, que los gurises del barrio juntábamos para hacer lo que la imaginación nos permitiera. Desde un fuerte para proteger nuestros soldaditos de plástico de los “malvados indios”, hasta una nave capaz de surcar los abismos el espacio.
Podía crear lo que se me antojara, no tenía limitaciones de tornillos ni manual de instrucciones, casi no precisaba herramientas, aunque a veces le robaba algunos clavos y el martillo a mi viejo. Y cuando calentaba la cola de carpintero para hacer algún arreglo, (aún no existía la cola fría, la popular cascola), yo aprovechaba para pegar algunas maderitas.
Otras veces la ataba con la piola de la cometa o le hacía pequeños cortes para encastrarlas. Era mejor que el lego comprado y cualquiera podía acceder a él.
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